La primera vez que Isigonga vio el mar, exclamó llena de entusiasmo, bajo la atenta mirada de su marido, que no la dejaba de contemplar admirado y enamorado:

– Nada puede haber en la naturaleza que pueda compararse. El rítmico sonar de las olas, con su eterno vaivén que ahora al fin puedo contemplar, solo es comparable con el sístole y el diástole del corazón que permite la vida en la Tierra. Posiblemente –dijo, dirigiéndose ahora a su marido Biliban- nada explica tanto y tan a la perfección cuanto estamos contemplando, la vida y la necesidad de un Creador para que tal maravilla exista junto con la inmensidad del cielo.

Isigonga era todo espíritu y cualquier cosa que admiraba lo guardaba entre las entretelas de su corazón sensible, todo para hacer maravillas con sus recuerdos y diletantes pensamientos.

Por esto y por mil cosas más, Biliban, su marido, la guardaba como si tesoro fuera, que lo era, y sus palabras como verdaderas joyas de un engranaje infinito. Este celo para que a su mujer nada le pasara, que era atrevida cual adolescente traviesa, fue el motivo de advertirla, cuando la vio decidida a romper la mansa armonía de la superficie del agua, cuando está cejó en su oleaje bravío:

– Guárdate Isigonga de sus olas, al fin no sabes nadar y la quietud del mar, en esta orilla, no es más que una extraña apariencia. En cualquier momento su tibieza puede romperse para arrastrarte hasta el fondo.

Biliban, en diciendo esto se recostó contra las rocas mientras al tiempo contemplaba el paisaje y su mujer que, primero tímidamente y después con marcada decisión, se metía en el mar, sin haber escuchado una sola palabra de las pronunciadas por su marido. Nadaba Isigonga sin saber, sin despegar los pies de la arena, haciendo movimientos que la alejaban de la orilla. Su marido, que no la había perdido un segundo de vista la llamó algo asustado, la hizo señas para que volviera.

Las olas, mínimas aún le impedían, no obstante, verla por interminables segundos, al menos así a él le parecía. Estos tiempos, entre ola y ola, sí, se le hicieron eternos, hasta el instante que, mirando, nada veía, la superficie era un espejo en el mar de la tranquilidad y la cabeza de Isidonga no rompía el terso y sereno mar. Se levantó desesperado, se subió a la piedra donde había estado apoyado y preso de pánico, pues había contado hasta tres reflujos de las olas sin divisarla, grito:

– ¡Mi mujer! ¡Mi mujer se ahoga!

A los gritos del marido salen cuantos bañistas le oyen. Estos, que nada habían visto, confundidos, en pos de donde se supone se ha hundido Isigonga, allí donde les indica la mano de Biliban, que sin tampoco saber nadar se ha arrojado al agua sin dejar de proferir palabras sin sentido, sino articular la angustia que ha borbotones le sale del alma.

Al fin, nada pudo hacerse, el socorro inmediato, ni siquiera los expertos submarinistas encontraron rastro de la mujer ahogada, tanto fue así que, algunos de los allí presentes, pensaron que se trataba de una broma macabra de un bañista indolente o chistoso. Solo la angustia imposible de fingir, como la expresada por Biliban, les reconvino a la verdad. Pues nadie, se dijeron, puede de tal manera manifestar su dolor ni aún que este, el dolor, estuviera basado en el guión para representar una tragedia.

Sin embargo, dentro de tanta desventura, Biliban se alegraba de haber dejado a sus hijos, de cinco y seis años, en el hotel, al cuidado de la joven que les enseñaba otra lengua, mientras recorrían las tiendas de juguetes próximas a los que tan aficionados eran.

Al día siguiente, el ya viudo, sin nada que hacer, se compró todos y cada uno de los periódicos que se editaban en la isla buscando la desaparición de su mujer en las procelosas aguas del mar. Extrañamente, ni en primeras páginas y menos en las de sucesos, encontró una sola línea sobre lo ocurrido. Si se hacían eco de cómo un delfín había peleado contra un tiburón en su intento de acercarse a los bañistas de la playa que, al estrépito, salieron huyendo hacía la arena de la playa.

Vivió Biliban 20 años sin Isigonga. En macabros recuerdos, en invenciones que elucubraban mentiras sin cuento. Durante ellos, bien puede decirse que nada supo de su vida. Ni aún que sus hijos le hicieron abuelo. Una nube templada de tristeza surcó su existencia para hacer de ella un olvido intangible. Tampoco supo que, ese día, el mismo que 20 años atrás, en la misma playa que ocurrió la tragedia, sus nietos pequeños jugaban con él construyendo, con la arena mojada, castillos con altas almenas y ciudades infinitas.

Isigonga, sin embargo, no les perdía de vista. Miraba más a su marido, pues una vez más había de repente vislumbrado en sus ojos el reconocimiento que perdió hace 20 años, que a sus nietos. Desde entonces, desde que se consumó la tragedia, ésta en la que Biliban se hallaba sumido desde aquel trágico día, han pasado exactamente 20 tristes años. Él no vio, roto para siempre en su angustia, como los bañistas de la playa, a los desesperados gritos del hombre, resquebrajado por el dolor que advirtió por igual en todos y cada uno de los poros de su cuerpo, recuperaban a la bañista intrépida que, sin saber nadar, se había arriesgado temeraria en las aguas de aquella mínima playa.

Hoy, 20 años después, se produce el milagro. Biliban, tras coronar con un puñado de arena, la torre que construía en la playa para sus nietos, se acerca a la roca, aquella desde donde vio perderse a Isigonga, este mismo día de tantos años atrás y como, a sus gritos, los que ahora apenas sin fuerza vuelve a articular, ve complacido como los arriesgados bañistas, desafiando las enfurecidas olas del mar, recuperan a su mujer que, andando, con dos preciosos niños agarrados a sus manos, viene alegre y sonriente a abrazarle.

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