Llegó hasta la puerta,
allí se arrodilló,
por la verja de hierro veía,
tétrico todo el interior.
Allí crecían los cipreses,
que era una bendición de Dios,
allí las tumbas estaban,
esperando la mano del Salvador.
Rezó las preces que sabía,
con toda la contrición,
que exhalaba su alma,
arrepentida en oración.
La pala del enterrador brillaba,
puesta como estaba al sol,
la piedra del monumento se alzaba,
para descubrir al traidor.
Tarde llegó el hijo,
para despedir a su creador,
muerto al caer la noche,
a manos de un triste ladrón.
No hay venganza,
hay pasión,
ahora que le falta,
sabrá cuanto perdió.
Un padre es la mano,
donde me apoyo yo,
así lo manifiesta en la carta,
última que le escribió.
Le besó en el aire,
en la nube donde le dibujó,
allí plasmó su rostro,
con los pinceles de la imaginación.
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