Cuando ocurren las cosas y éstas no han sido en profundidad pensadas, dejan un regusto salobre, como el que experimentó Evaristo Encisto cuando descubrió, a tan temprana edad, que aquello más sagrado, como es el amor, ya experimentado y fracasado, no se correspondía con lo escuchado, que todo, se decía serio el muchacho, quedaba reducido a una bonita metáfora que, si bien facilitaban mejor la comprensión, en realidad, como las burbujas de jabón, se deshacían prestas en el aire.

Visto el tema con despegue, a cierta distancia en el tiempo de los hechos acaecidos, parecía lógico y natural que así hubieran ocurrido. Desentrañado desde dentro de su corazón, componía el descubrimiento una feroz desilusión. Cierto se le hacía que lo fundamental existía, que destruido el andamiaje, como había ocurrido, sin embargo había quedado el palacio en pie, una construcción bellísima donde los ojos quedaban prendidos y admirados. Su queja era otra, culpaba a quienes jugaban, posiblemente sin proponérselo, con la imaginación de un niño, es decir, sembraban sin límites ni fronteras en campos sin labrar. A través de ella, aquella queja, sin par y sin fin, se había venido abajo dentro de su corazón.

El hombre, lo sabia ahora, no era tampoco como le habían explicado, la feliz réplica de su Creador, era si acaso la turbia sombra en la que se amparaban todos aquellos que por soberbia aspiraban a ser Dios.

Toda su juventud, aún no abandonada, había estado llena de mentiras, de aquí la frustración que sentía, la de creer en milagros, cuando los milagros nunca llegan a plasmarse, sino en la mente de un soñador.
Así vivía Evaristo, con la esperanza recóndita y no expresada de encontrar aquello que tanto sus padres como sus maestros le habían asegurado que existía, pero hasta el momento, sólo había encontrado mentiras y falsedad, también en los seres próximos, igualmente en aquellos que por su posición social tenían la obligación de dar ejemplo.

Desengañado pues de cuanto en la Tierra le ofrecían se consagró, en la inocencia, en el candor de su amigo Timbre, un espécimen tan opuesto a él que, cuando hablaba, a media voz, pues no sabía articular ninguna palabra, mirándole de frente a los ojos, el muchacho reconocía en ellos su amor.

Toda su vida, la de Timbre, la pasó Evaristo a su lado, sin despegarse apenas, porque nunca, nunca, Timbre le falló. De haber sabido hablar, de haber sabido comprender a la especie humana representada en su amigo, aquel perro llamado Timbre, sin duda le hubiera declarado su amor.

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