A mí, que Andrea Beatriz Crisóloga hipara de aquella manera, me puso en un puño el corazón. Por un momento pensé que era yo el culpable de aquel torrente de lágrimas, el reo memo e inclemente de sus roncos suspiros. Tanto dolor me hizo dudar, por un momento, que la hubiera invitado a la fiesta literaria donde se recitaban versos y se leían poesías, se tocaba música y se cantaba y todo ello no era el duelo de un ser querido, era la constatación de que, aún los seres que vemos, payasos hacen de su desgracias, mínimos de su defectos, gigantes de sus almas en cuerpos maltrechos. Acaso, cavilé, ella había creído que tanta parafernalia correspondía a un funeral, allí donde tenía lugar el enterramiento de la misma alegría de la vida.

– ¿Qué tienes Andrea, ¡mujer! qué tienes?

Hipo de nuevo, un largo suspiro en una cara donde los ojos brillaban y se perdían en sueños y quimeras.

– Lloro –me dijo al fin a modo de explicación – porque en verdad estoy haciendo un acto de desagravio íntimo, como si con estas lágrimas fuera capaz de lavar los olvidos a los que yo, al menos yo, he sometido a estos hombres, a estos seres estropeados y que ahora, en su fiesta, en su ambiente, con sus risas, con su mundo feliz, me están enseñando la zafiedad de mi indiferencia y lo quisquillosa que puede ser un alma, la mía, cuando ante su presencia tan poco estética, me hacían volver la cabeza para no verles.

Fue su perorata larga y llena de sentimientos como si en vez de estar hablando conmigo, con su amigo del alma, lo estuviera haciendo delante de un confesionario, donde se acusara de su culpa, de su indiferencia cuando no desprecio hacia aquellos seres que tuvieron la desgracia de nacer errados. Era la culpa que despertaba al fin, con la violencia que lo hace un témpano de hielo cuando rompe la superficie del agua después de milenios sumergido en el inmenso glacial del polo.

Sobre el escenario, en lo alto de un taburete, hay un hombre mínimo sentado. Rasga las cuerdas de una guitarra y canta a su tierra letras de su recuerdo. Para subirse a la enorme jirafa que es el taburete le ha costado Dios y ayuda, ayuda que también ha recibido de las risas de cuantos espectadores aplaudían sus esfuerzos para subir. El también reía, de las mismas risas que emocionado daba lugar, porque con sus contorsiones circenses, arriesgadísimas, exageradas sin duda, permitía las risas que embriagan el alma. Una vez sentado, consumado el esfuerzo dijo:

– No olvides ustedes, señores todos, que reírse de uno mismo es la mejor terapia para combatir las sombras donde anidan los fantasmas, es la mejor manera de confundir los malos momentos, es siempre algo saludable, asombroso y raro.

Sus palabras recibieron encendidos aplausos. El estropeado de… de que importa el lugar, ¡qué más da! Era un hombre de un mundo capaz, generoso y epatante. Un mundo donde la sonrisa surge de la misma herida y donde quien se redime en ella vive y aquel que no es capaz de superar los bordes abiertos y sangrantes, muere de angustia y soledad.

Hay también otro hombre vestido de colorines, el corazón desbordante en unas piernas tullidas, enroscada en un pantalón negro que descansan, ¿descansan? sobre una silla de ruedas. Por un momento, mientras ha gemido quedo Andrea, yo me he imaginado a este hombre solo, intentando en vano enderezar la carente musculatura de sus miembros inferiores y le he visto llorar de rabia, más no de impotencia. A este hombre, que tiene una inmensa chaqueta de colores en la misma disposición que se plasman en el arco iris, esta, la chaqueta, le tapa las piernas pero le deja libre el corazón. El hombre incompleto, avezado su espíritu en la desgracia, expande, sobre el escenario, como una riada, mil chascarrillos, agudezas, bromas y picardías clarividentes hasta edificar un mar plácido, sosegado, acostándose manso en las playas que construye las risas que el levanta.

Cien más salieron como ellos. Nadie hubiera supuesto, en tanto jolgorio, que hubiera nada trascendente. Andrea si lo sabe. Aquella mujer va a cumplir 30 años. En 30 años, Andrea Beatriz Crisóloga ha asistido a dos fiestas. Aquella primera, la que tanto tiempo soñó que viniera, le ha desaparecido de la memoria, como si en realidad nunca hubiera existido. Esta última, sabe Andrea que nunca la olvidará, así pasen 30 años, así viva hasta la misma consumación de los siglos.

Related Posts with Thumbnails