Jonatán Tobías de la Bella Cuerda no deja una sola noche de visitar a su padre. Allí llega al poco de dejar el trabajo y con él comienza la charla y con él fuma un cigarrillo.
Es cierto, que pese a todo lo dicho, Jonatán, cuando joven, tuvo sus diferencias con don Jonás, porque éste le exigía, como padre, una conducta intachable, ejemplar y un estricto cumplimiento con todo aquello que estaba obligado a hacer.
No, no era Jonatán un buen estudiante, que no había semana que no se saltara alguna clases con el consiguiente apercibimiento de los profesores que estaban cansados de él y de sus travesuras. Otro tanto podría decirse de su comportamiento fuera de las aulas, saltándose todas las reglas conocidas de la buena convivencia, dentro de la sociedad donde habitaba.
Por ser meticulosos y no dejar nada en el tintero, diremos que tampoco guardaba el respeto que debía a sus mayores y si bien este menoscabo no lo exhibía delante de don Jonás, su padre, era por temor a una reprimenda inmediata, que era el hombre ligero en la advertencia y raudo en el castigo.
El tiempo, ese que dicen que lo cura todo, pasó deprisa, incuestionable verdad, por más que en él, Jonatán terminara su carrera, sin brillantez alguna, haciéndose, sin embargo, con una seriedad hasta el momento desconocida, no exenta de un mayor respeto. Pero no acababa nunca de ser generoso en su obligación de querer y respetar, que es deber este que está por encima de todos cuantos existen en la Tierra, más aún cuando se trata de la consideración debida a sus progenitores.
Es decir, que la reprimenda por parte de su padre no desapareció ni aún después de encontrado el trabajo que le daba la independencia y el poder vivir lejos de los suyos. Pero fue en esta libertad recién adquirida cuando sopesó la bonhomía de sus padres y como, de la noche a la mañana, casi de forma incomprensible, confesó él, les comenzó a echar de menos.
Las gentes del lugar, aquellos que se enteraron de la solicitud recién nacida del muchacho, que muy en secreto se llevaban a cabo las visitas, las que todas las noches, sin faltar una, hacia a su padre, se extrañaban muy mucho, teniendo en cuenta los desencuentros pasados.
Charlaba con don Jonás en voz baja, mientras al unísono saboreaban los pitillos que encendía Jonatán. También, al unísono, soltaban las humaredas, bocanadas de sus bocas, humo al cielo, como si estas se hubieran convertido en los primeros indicios de un volcán.
Los pocos que sabían de tales visitan no dejaban de comentarlas y algunos, con aviesa intención, dijeron aquello tan socorrido de: “a buenas horas mangas verdes”.
No, Jonatán no estaba enterado de tales pormenores, porque en verdad estaba más interesado en dar a su padre la satisfacción de todos los días, aquella que durante tantos años, debido a su indudable inconsciencia, le había faltado. En modo alguno sintió interés en comentar cuanto de él, bueno o malo, se pudiera decir.
Cuando se terminaban los pitillos, Jonatán, cuidadosamente apagaba cada uno de ellos, cuidadosamente recogía las colillas en un cucurucho de papel hecho expresamente para tal diligencia, igualmente limpiaba con esmero la tumba de su padre, el lugar de la lápida donde había permanecido sentado y dando las buenas noches a su progenitor, abandonaba el camposanto por una rendija de la puerta de entrada.
– ¡Adiós, papi, hasta mañana, que descanses bien!
Las estrellas brillaban en el firmamento, un cielo hecho de acuarela azul pintaba de Paraíso Terrenal la Tierra. Jonatán, sin dejar de andar, silbaba una canción, de este modo quería actualizar la memoria de su padre que, durante toda su vida, le había repetido:
– La felicidad, hijo, está dentro de nosotros, de nuestro pensamientos positivos. De ti depende, en gran modo, poder alcanzarla.
Comments by José Luis Martín