Ayer, sus diamantinos ojos verdes, hoguera y lava en un volcán encerrados, despedían desdén e indiferencia. La luz de su mirada, rayo jupiterino, mítico basilisco, mata como fecha envenenada disparada por un arco. Furia es hermosa y distante, junco flexible y letal que perdona la existencia de los otros, sombras inexistentes, como diosa del Olimpo.

Hoy la he vuelto a ver. El cristal de sus ojos, piedra ayer, tiene un brillo de lágrimas, una pátina lejana, un barniz aceitunado. Ya no son sus brazos en movimiento serpientes en celo sino débiles pámpanos secos que laten cansados.

El tiempo borra el abismo e iguala la balanza. Mañana, tras el recuento de la vida consumida, la guadaña de las horas destruirá su soberbia hasta enterrarla en la tierra. Así se cierra el ciclo, y la carne, una vez más, acaba exangüe.

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