Don Castor Trijuenico de la Molienda vino, después de un mes cumplido de vacaciones, el lunes pasado. ¡Ole ahí!. Se conoce, por como le ha tomado de bien la color, que siendo tan pequeñito y orondo, el sol le cogió de lleno y no le ha dejado un adarme libre.
La vecina de don Castor, doña Petrocinica -no confundir con doña Patronila, la hermana del talabartero don Filomeno del Amor, que nada tiene que ver- al verle tan colorado, al tiempo que le alababa el gusto le ha dicho:

– Bien le ha dado el lebeche, don Castor.

Doña Patrocinica sabe, por un antiguo veraneo, del viento que sopla del mar Mediterráneo a las playas de Alicante y de lo mucho que tuesta y encarece la piel.

– Bach, bach

Ha contestado don Castor bajando las escaleras con inusitado cuidado.

– Ha visto usted, señora Santa -le ha dicho doña Patrocinica a la señora que tiene a pupilo -ha visto, lo grosero que ha venido don Castor de su veraneo.
– Hay gentes que no merecen la suerte que tienen en esta vida. Mira que venir con el mismo genio que se ha ido.

Si baja las escaleras con tiento, no se debe a reciente finura ni que haya adquirido don Castor modales más finos. No. Si lo hace de tal guisa es porque, como la calor la tiene reciente y la quemazón prieta, si se remece mucho en la bajada, que es fácil por su volumen que le desborda el cinto, le duelen no solo los cueros escondidos, hasta el tuétano le hace daño.

– Felices vacaciones tuvo usted que no puede disimularlas -le dijo a don Castor el dueño de los Girasoles, el tascón de la esquina.

El señor Trijuenico ni le miró. Menudo iba para contestar.

– Oiga, doña Virtudes, ¿no es ese caballero, tan fino y delicado, don Castor?
– ¡ Que fino y delicado!, es que se ha quedado usted ciego.
– No, si yo lo digo por los andares que antes de que la color le tomara tan uniforme, parecía algo desgarbado.
– La necesidad, doña Florinda hace milagros en las viudas. ¡Bendito sea Dios!, ver al panzudo ese, fino y delicado.

A su compadre Crispulo, don Castor le ha contado la verdad. Se conoce que debía desahogarse con alguien, que no era amigo de confidencias. Crispulo lo contó a su vez y a los pocos días, y lo que son las cosas, todo el barrio se reía con las desgracias del pobre don Castor.

– Que no lo sabe usted … pues escuche, escuche:

Y desgranaba la mala fortuna de aquel veraneante que odiaba al sol y las paginas impresas por igual, y que un mal día, cuando terminaba el asueto, tuvo la infeliz ocurrencia de quedarse dormido muy cerca del mar, en una playa solitaria, en el refugio de un talud que, a aquella hora temprana, le resguardaba de los rayos solares.

– Don Castor se despertó a la una post meridiam, porque las hormigas le campaban por la tripa camino del hormiguero. De no haber sido por ellas y por un papel de periódico -parece ironía por cuanto lo dice odiar a la letra impresa- que le tapo el hígado y le preservo de los rayos solares sobre tan delicada zona, a estas horas estaba criando malvas.

Acaso por eso, doña Petrocinica -no confundir- dice haber visto en el salón de don Castor algo así como un ara votiva donde a duras penas podía apreciar el rebujo de un papel

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