Constantino nació por casualidad. Su madre, Dorita Inmaculada, un día, a media mañana, se asomó a la puerta de su casa como Dios y doña Anunciación, la trajeron a este mundo.
En aquel preciso momento, pasaba por allí Robertito Engraciao, que viendo a Dorita en paños desnudos, no se atrevió a preguntarla con palabras por lo que, la inquirió con hechos y allí, en el umbral de la casa, se las apañó para con su colaboración, que la hubo, poner a la chica en situación de traer a este mundo a Constantino Engraciao Inmaculado.
Aunque del hecho se podía deducir otra cosa, la verdad era que Robertito era frío como escarpia arrancada del hielo de una nevera o el tirador de cabeza de perro de una puerta de portal regio. No obstante, en aquel instante le dio un rapto, decía, o por ahí, y engendró sin premeditación.
Estas y otras circunstancias hicieron que Constantino el suicida que, a la edad de 32 años, después de andar por el mundo medio perdido, casi sordo y completamente lelo, se hiciera la gran pregunta: ¿Para que coños he venido yo a este mundo?
No es que fuera la interrogación hecha de repente, la primera vez fue durante el concurso oposición a vendedor de seguros. Tras este primer interrogatorio, hecho a si mismo, las preguntas transcendentes le llovieron como verdaderas cataratas caídas del cerebro. De todas ellas habría que destacar, por tener relación con la primera, aquella que formulaba así:

– ¿Verdaderamente me gusta ser vendedor de seguros?

Cada pregunta era un soliloquio, cada afirmación un dilema. Así llegó a la segunda gran pregunta: ¿Qué es la vida y si esta merece ser vivida? Visto que él no cantaba, ni daba patadas a un balón, ni tenía avión privado, ni siquiera yate y mucho menos salía en la televisión, aunque sólo fuera para precisar una ocurrencia o formular un deseo, se preguntó:

– ¿Quién soy yo? ¿Adónde voy?, si es que voy a algún sitio.

Y tras esto, levantó las pestañas, contempló el futuro y se dijo que la vida, ¿la vida?, la suya, era sólo de él. Para nada hizo caso, pues es seguro que no lo recordaba, las palabras de su padre, Robertito, que, el primer día que le vio, cuando ya había cumplido la veintena, le dijo, viéndole confundido, que la vida no era sino, el reflejo de cuanto a bien tienes que dar o restar, tal como se produce el eco. Si a él apelabas con la felicidad te devolverá alegrías sin cuento, si por el contrario gritas tu hastío, te regresará asco y cansancio.
Lejos pues de rememorar las palabras de su padre, Constantino, en los días siguientes vendió todas sus existencias, antes lo había hecho con los artilugios de pesca y, con todo el ahorro en la mano, se subió a la torre de San Severino, se sentó en el lugar que antes lo había ocupado una campana y desde aquella altura, primero tiro el dinero al viento y a continuación, como un pájaro que aprendiera a volar, al grito de: ¡la vida es mía!, se arrojó al vacío.
Había llegado a la conclusión final. ¿Si la vida era suya, sólo suya, no iba a esperar que nadie, ni la misma muerte, se la pudiera arrebatar?

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