Si, carta de un muerto a su asesino. Es meridianamente claro que la escribió antes del óbito, apenas dos horas antes de recibir en el pecho dos postas disparadas a bocajarro, apenas unos días antes de ser enterrado.
Decía Saturnino en su carta a don Eurispiciano que él, aunque enamorado de su hija, desde cuando recuerda tener conocimiento, no era el padre del hijo que esperaba Manuelita. Que él, ya la había advertido con antelación los malos pasos que estaba dando, los andurriales que frecuentaba. Que pese a todo, a su demostrada falta de interés por su persona seguiría acampándola a su casa, cuando a tales horas, tan intempestivas, volvía a su hogar.
Decía también que su juventud no era óbice para reparar el daño que la habían inflingido, que por encima de todo estaba la posibilidad de reparar la salud mental deteriorada de la muchacha, ahora más que nunca. Al receptor de la carta le decía que si él lo permitía, don Eurispiciano, el padre, “yo soy muy quien para casarme con su hija, hacerme cargo del niño y quererle como propio”.
Hay que decir que el receptor no conocía al escribiente pues tan sólo le había visto cuando miraba tras los visillos de la ventana de su casa, esperando a su hija perdida en la noche. Bien creía que era Saturnino el inductor y artífice del desaguisado, de aquí que en él depositara toda su ira de padre burlado y más si cabe confundido.
La carta venía en resumir que, buscando el bien de Manuelita, sería factible que los dos muchachos, ya unidos por el matrimonio, se marcharan lejos de esta ciudad, lejos de la proximidad de tan perniciosas influencias, donde ella pudiera al fin olvidar sus desviaciones, al tiempo, de la lógica y de la moral.
Terminada la misiva, que apenas era algo más que una página de apretada letra, don Eurispiciano cayó de rodillas, implorando un perdón que nadie en este mundo podría dispensarle. Pocos minutos después se limpió con las manos la cara de lágrimas. Tomó entonces desesperado la misma escopeta con la que había matado a quien ninguna culpa tenía y con los dos cañones apoyados en la barbilla. apretó el gatillo. Durante un segundo, el tiempo en decir amén, su alma quedó en paz.
Había, creyó, emprendido el camino que recorren las almas en pena. Después, al instante siguiente, cuando reconoció el clip del percutor sobre el vacío, comprendió que alguien, con mayúsculas, le daba la segunda oportunidad de su vida.
La de ser abuelo… con un puñal clavado en el corazón.
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