Don Castor va a la ermita del Santo un día si y otro también. Se conoce que necesita descargar y el acto, le alivia el cuerpo y la conciencia. Como vive al lado del Palacio Real, se coge la calle abajo y anda que andarás, llega hasta los frescos de Goya y allí, ya digo, se da la vuelta al espíritu como si fuera un guanto o un calcetín.

Se arrodilla don Castor sobre la losa e inclina la cabeza humilde que da gusto verlo. No hay ruido que le saque de su abstracción y menos que un rezo próximo le disturbe. A solas con Dios, Castor, como gusta que le llamen en tales momentos, es un alma en pena, capaz de elevarse en el aire como la mismísima Santa Teresa de Jesús. Viéndole así, cualquier es capaz de echale una miaja de mala leche.

– ¿Verdad usted que si, don Nicanor?

– Quite, quite de ahí, déjeme a mí con mis problemas que esta es la hora que no quiero más líos y mucho menos, si como usted pretende, me los vienen a regalar.

– No, si yo no pregunto, es que me ha salido así la expresión, yo lo afirmo. Este don Castor tiene tanto odio almacenado contra el género humano que de pincharse en el globo de su panza, mal podría inundar el mundo de inquina.

La panza de don Castor se le marca, sobre manera, el cinturón. Tiene la fea costumbre de sujetárselo por debajo del ombligo y, sin ser gordo, porque es rellenito tirando a bajo, la correa le embolsa de mala manera la camiseta, la camisa y el jersey, si lo lleva.

Total, que a lo de achaparrado se le une el tipo cachigordo y parece el buen hombre el pedestal de una estatua.

– Hace mucho, los ojos con los que se le mire, ¿no cree usted?

– Sin duda, aunque de ser esbelto y agraciado de facciones, mas estaríamos de acuerdo con sus bondades que con sus defectos.

– De cualquier forma, como yo no soy ni su padre ni su madre y menos su mujer o uno de sus hijos, que son en definitiva quienes tienen la obligación de aguantarle, yo le digo lo que se me viene a las mientes, sin recatarme un adjetivo cuanto más una coma. ¡Estaría bueno, ahora que dicen que tenemos democracia en el país, que no podamos explayarnos a nuestro gusto!

Cuando a don Castor no le miran, en el mucho tiempo que se pasa arrodillado en la ermita del Santo purgando sus yerros, extiende los brazos en penitencia y así se está hasta que rendido de cansancio, se le caen. Otras veces, de acuerdo con el pecado que se confiese, se da unos tremendos golpes en el pecho y repite hasta la extenuación “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”

Estos postreros golpes, cual los del Tenorio que sonaban cada vez más próximos, se los recetaba el mismo por haber bajado la cuesta de Moyano, el domingo por la mañana, cuando más público asiste para ver los libros de ocasión, lanzando a diestro y a siniestro imprecaciones varias por el hecho, gritaba, de arrasar los árboles de nuestros bosques para convertidos en papel.

A cuantos quisieron oírle, el energúmeno de don Castor, que tenía fobia a la letra impresa desde su más tierna edad, se quejaba amargamente de que cada español, se gastaba, al menos, una resma de papel al año.

– Y esto nos condena –vociferaba el arrepentido- al fuego eterno de una Tierra desolada, a un desierto en nuestras almas, en definitiva, a la extinción de la Humanidad.

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