Cibeles arriba, en Madrid, es decir, Recoletos adelante, hasta casi llegar a la estatua del esperpéntico don Ramón María del Valle Inclán, al que Dios no le haya tenido en cuenta alguna de sus extravagancias cometidas en vida, los libreros, como todos los años, han expuesto su mercancía de viejo. Los libros, en pos del comprador, buscan cobijo en los ojos de los lectores, como hubiera dicho cualquiera de los escritores allí expuestos, si a tiempo se le hubiera ocurrido la frase.

– ¡Los libros de viejo, dice usted!

Como si los libros pudieran envejecer y llegar a la ancianidad aún no remediada, como si los libros pudieran ser, como el hombre, limitados, finitos, No.

– Los libros, para que lo sepa usted, tienen, como el alma, principio, pero nunca fin. El alma, como los libros, es eviterna en consecuencia, por más que en los últimos tiempos se hable de su agonía.

El librero les cuida como a la niña de sus ojos, ¡ay de él si no lo hiciera así! como el cojo su pata de palo, como la soberbia al rico envanecido y así un largo etc. que no continuo por no aburrir.

– Cuantas cosas le cuenten en su nombre, créaselas. La vida y el libro van de la mano, igual que los niños a la salida del colegio.

Una de las cosas inverosímiles que me contaron y que si bien creí, no sin cierta incredulidad, lo confieso, pude observarlo en la última Feria del Libro Antiguo. Esto es lo que vi y ahí están tantos libreros conocedores del tema para no dejarme por mentiroso.
Don Honorato Marcuende es ya hombre mayor y como tal, se supone por sus haceres, un tanto ido, por lo que poco extraña que no se separe, ni en verano ni en invierno, de su chaquetón de pana y de su paraguas telescópico. Don Honorato, se supone a priori, es hombre precavido y sabe, seguramente amparado en sus años, por donde va a soplar el cierzo.

– ¿Conoce usted a don Honorato?
– No señor, no tengo el gusto.
– Es ese señor, el que destaca por su vestimenta de invierno en estos claros días del preludio del verano.
– Vamos, el que va a contracorriente. Clientes para arriba, él para abajo. El caso es estorbar. Si, es una forma de ser peculiar.
– Tiene cosas peores.
– Usted me dirá.
– Observe, observe y después me cuenta.

El tal don Honorato es hombre de posible, aunque ya digo que dado a la rareza y a la extravagancia. Produce curiosidad y casi nadie se explica su vestimenta. Uno, a fuerza de mirar, encontró la explicación que, aún leyéndola en los libros, me costaría creer.
Cuando termina el día, el asueto de Recoletos arriba y abajo, este hombre, por arte de birlibirloque, nunca mejor dicho, se ha metido, entre tanto refajo como le calienta la tripa, más de treinta libros. Vamos, que los ha sustraído empleando malas mañas. Para ello tiende el paraguas de plumón de cuervo –ya digo, su “modus vivendi”- y bajo de él, la mano arrambla con un libro o con un lote, que tanto le da. La manía, las neuronas desvencijadas, como le ha dicho eufemísticamente su psiquiatra al tratar el tema, son las responsables de tales vicisitudes, lapsus sin duda.

– ¿Y nadie se da cuenta de la sustracción?
– Claro que sí, pero nadie quiere meterse en líos y prefieren callar.
– Hemos perdido el civismo del que tanto presumían las generaciones pasadas. – Serían las suyas, que las mías se quedaron tan ricamente en casa.

P.D.- La historia de don Honorato el rico no se acaba sin decir que, tras de él, como el ángel de la guardia intentando redimir al Ángel Caído, el criado Bonerico pagaba religiosamente lo robado y así, los libreros, conociendo tales rarezas, le soportaban gustosamente las manías y le dejaban hacer. Amén.

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