– ¡ Cuéntele un cuento ! Si quiere usted que su hijo Leopoldito se recupere de las malditas paperas, ¡ cuéntele un cuento ! – le dijo don Bernabé a su amigo Sisenando, al tiempo que dejaba caer, a lo largo de su caballuna cara, una amplia sonrisa llena a la vez de ironía y un punto de satisfacción. ¡Me ha entendido!

Ante la expresión cándida de don Sisenando, cándida y sorprendida se apresuró a añadirle:

– Desarrugue el ceño contrariado y deje de mirarme con tan compungida cara. No ve, ¡alma de Dios!, que se lo estoy diciendo con toda la seriedad y el rigor que hace al caso. Créame, don Sisenando, es formula comprobada y de efectos terapéuticos inmediatos. No hay nada mejor que regalar a la juventud la consabida cataplasma de optimismo; allí donde mas duela, allí se aplica.

Y don Sisenando, el hombre aludido y no menos confundido, le miro con benevolencia y un pellizco de desprecio, para a renglón seguido contestarle:

– No diga simplezas, don Bernabé, ¡ no ve que la cosa es seria, que la enfermedad de mi hijo no me mueve precisamente a risa !

– Por eso misma razón se lo digo. A los graves trances de la vida hay que oponerse con la fuerza mayor que tiene el hombre: su desbordante fantasía. ¡ Y usted me dirá si, en la mínima estructura de un cuento no se encuentra la ilusión, la quimera que el ser humano ha ido almacenando a lo largo de todas las existencias que le precedieron !

El bueno y pragmático de don Sisenando no le hizo caso. Estaría bueno. ¿Cómo ? ¡ de qué forma iba él ha acercarse a la cabecera de la cama donde a trancas y barrancas se debatía su hijo, enfebrecido siempre cuando no delirante y, sin costumbre, que mal recordaba haberle contado en su vida la brevedad de un chascarrillo, iba a desgranarle de golpe la explosión de un cuento !. Pero, ¡ hay milagro ! Cuando todo parecía perdido y la vida al cabo del niño paperoso a punto estaba de extinguirse, el padre, perdido en su impotencia, se sacó una mínima narración de debajo de no se cuantas memorias, recuerdos y tiempos que la vida le había echado encima. Su acatamiento empero, no se incardinaba en los remedios singulares de don Bernabé, pues no le daba la menor credibilidad, procedía de su desazón, de la terebrante angustia que le hacia transitar por caminos tortuosos.

Leopoldito, ¡al fin!, se recupero de las paperas sin secuela aparente. Más en un tris estuvieron en mandarle a marabalde, como decía su padre refiriéndose a la otra vida. Don Sisenando, no obstante, había quedado profundamente agradecido a su amigo Bernabé y se hacia lenguas de la conseja que a la postre y por milagro inexplicable había detenido el trance fatal.

– Bien es cierto – aseguraba satisfecho el progenitor de Leopoldito – que lo tomé a chacota, ¡ díganme, con la mano en el corazón, si no es esta la reacción mas lógica ante la chanza de una persona a la que estamos acostumbrados a ver prodigándose en tales divertimentos ! Si les aseguro, sin embargo, que gracias, Don Bernabé, me tiene hechas un ciento, aunque nunca estas gracias entre comillas se habían parecido al despropósito que les narro. Pero, hete aquí que Leopoldito empeora y heme yo confundido, desorientado y sin otros recursos ni opiniones, que desgraciadamente los de la ciencia parecían agotados, estrujándome los recuerdos lejanos de la niñez para ver si, a las mientes me venían, como a Scheherezade, las más entretenidas ocurrencias.

En aquel camino – quienes para su mal lo hayan recorrido tendrán aún la herida en el alma, que tal mortal angustia no logra cerrarse, por mucho tiempo que sobre ella pase – que largo fue y sinuoso de recorrer en tres interminables jornadas, al buen hombre le vinieron al caletre mil cuentos. Los unos en recuerdos hilvanados con los tiempos que corren, los más inventados y algunos, los menos, a él que los imaginaba, le pusieron la piel de gallina.

– Créame usted, don Filidoro, aquel ya lejano «cuéntele un cuento, hombre» que me recomendara mi amigo don Bernabé, me ha cambiado la vida. Tengo yo, mire por donde, un recuerdo nuevo para vivirla, un ansia renovada para no aburrirme de ella, y una ilusión para llenarlo de sueños, quimeras olvidadas en el devenir de la existencia.

Y don Filidoro, con el ánimo incrédulo, la voz pastosa y cavernaria, consecuencia de sus muchos años, preguntó

– Y dice usted que su vida le cambió radicalmente por el mero hecho de contar un cuento a su hijo Leopoldito.

– Contándole un cuento, si, pero, también escribiendo un libro, un libro donde se resumen mil vidas; aquellas que yo vivía en los limites de mi memoria y esta otra, mas llena donde doy cabida a todas las imaginaciones, a todos los sueños que inventan los personajes de mis cuentos.

PD.-Los cuentos de don Sisenando, al menos hasta estas fechas, no han visto la luz. Su narración va de boca en boca como los evangelios en su tiempo, por eso no es de extrañar que cualquier día se escriban con el nombre de otro y su contenido, con el contenido de la realidad, sea totalmente ficción o como se dice ahora, nada tenga que ver. O así, que la historia se escribe con muchas plumas o con una sola pluma con diferentes tintas.

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