Iba yo con mi amigo Rico, Ángel que no demonio, camino de la garganta, de una charco emblemático que llamaban, no sé porqué, La Rubia, a bañarnos y a tomar en sus pulidas lanchas el sol de estío para quitábamos de encima el tórrido calor. Era pues verano, agosto y hacia calor asfixiante por los caminos y veredas por los cuales deambulábamos, al tiempo que nos entreteníamos cogiendo grillos y tirando cantos a las lagartijas que de cuando en cuando se dejaban el rabo en el lance, también lagartos que se hurtaban fugaces a la vista, como los relámpagos en el fondo del horizonte en días de tormenta.
Por acortar el camino, trochas y mil veredas, intrincados vericuetos que nunca se acababan, saltábamos las tapias de las fincas y cruzábamos estas, sin pisar lo sembrado, si es que había o se daba tal circunstancia, para llegar a la otra pared y vuelta a empezar.
En la penúltima de ellas, cuando ya se divisaba el puente de la garganta llamado, si no recuerdo mal, La Márgara, tropecé mientras intentaba franquear la tapia, pasando de esta forma, brusca e impremeditada, a la finca desde donde se divisaba cercano el charco nombrado.
Aquí, pese al importuno desliz, me levanté presto, pues no en vano un oso blanco bajaba raudo ladera abajo con torcidas intenciones. Verle yo y emprender frenética carrera fue todo uno. Rugía la fiera tras de mi, sin darme alcance, pues cuando a tiro de garra me tenía e iba la zarpa a zarandearme, tropecé en la pendiente y ya cuesta abajo, rodando como rueda de bicicleta le saqué la distancia suficiente para que el miedo, si no del todo, por un instante me abandonara.
Cuando me aproximé a la garganta me metí en ella, sin mucho pensar, vestido como estaba, en la corriente del agua y nadé frenético hasta la otra orilla. Claro que el oso, grande como la torre de la iglesia de San Genovino, nadaba igualmente y con mayor rapidez que lo estaba haciendo yo, que en tales divertimentos solo en contadas ocasiones he sido un hacha.
Nunca pensé que podía llegar a la otra orilla. Cuando lo logré me volví a mirar a la bestia que extrañamente se había detenido en medio de la corriente y miraba como confundido, desvariando en el propósito o eso me pareció a mi. Me extrañó, sí, su actitud, pues es sabido que con hambre nadie desprecia a la presa tan desprotegida y cercana.
Miré entonces alrededor y fue en ese instante cuando en la cima de la ladera, vi, ¡lo juro!, a un par de leones que curiosos parecían observarnos. He aquí la causa, el origen me dije, que justificaba el pánico que el oso demostraba. Yo entonces también pensé, seguro que algo a destiempo, que tales acontecimientos en modo alguno podían estar sucediendo. No hay osos polares en Coscojal de los Desamparados, aún menos leones de la sabana africana, pero la vista no podía engañarme, veía a los tres animales prácticamente juntos. Me dije que no cabía otra explicación lógica que se hubieran escapado del zoo próximo, todo lo demás era tan improbable como imposible.
Los leones, un instante quietos, apenas si se fijaron en mi, poca cosa, debieron pensar, por lo que arrancaron soberbios tras el oso que, saliendo de la garganta, corrió hasta perderse por el horizonte. Tras su carrera se fueron los dos leones, rugiendo, hambrientos como estaban, saltando como malabaristas de circo cuantos obstáculos se oponían a su desenfrenada persecución.
Yo seguía agazapado tras la piedra que había derribado de la pared y que apenas su era tan grande como para taparme la cabeza. Fue entonces, lo recuerdo bien, cuando mi amigo Ángel vino en decirme:
– Por fin te despiertas. Cojonudo susto el que me has dado.
Yo le pregunté:
– Los leones, los has visto, han preferido la carne más jugosa del oso.
– ¡Qué oso! –me respondió- ¡qué leones! Joder, despierta de una vez, que tampoco te puedes haber hecho tanto daño como para que desvaríes tanto y con tal profusión de incoherencias.
Era cierto, me debí de golpear en la cabeza con aquella misma piedra que me protegía de los animales salvajes. Pero ya no quise contarle nada más, al confesarme que él no se había movido del lugar donde me había caído y en ningún momento había visto oso o leones, ni siquiera pájaros volando, porque irónico añadió, mientras al fin se le borraba de la cara su preocupación:
– Creo que todos anidaron, por unos momentos al menos, en tu dura cabeza de chorlito.
Comments by José Luis Martín