– Perdimos la capacidad de sufrir el dolor. Sí, aunque no lo creas lo hemos convertido en la nada, en un abismo donde vamos poniendo las mortificaciones que pensamos hacer al día siguiente.
– Pero tú no entiendes esto, no puedes entenderlo con tu alma de perro, nadie lo entiende en realidad, ni siquiera yo, aún cuando intento explicarlo.
– Escucha, pero no olvides que este soliloquio está influido por el orden cronológico, lo demás no importa, si lo miras bien, en realidad es posible que no exista.
Y Sócrates del Estampío, sentado en la pelada roca, miraba absorto al asfalto de la carretera cercana que se perdía en vericuetos allá por el infinito. El hombre, absorto, dentro del diálogo, apenas si se daba cuenta de los miles de automóviles que por ella pasaban. Aquellos meteoritos que se pierden en una ignorada parte de la Tierra. Él, mientras, seguía sentado o caminando despacio, con el tiempo vibrando en la palma de su mano.
– Hace relativamente poco –siguió perorando del Estampío- unos años si acaso, yo era joven, quiero decir que mi frente no se había roto en arrugas y mis pensamientos en recuerdos, la sien plateada estaba entonces cubierta de negro pelo, los mismo ojos de ahora eran mil veces más brillantes, lejos estaban de sufrir vahídos o infundíos de moscas que se pasean necias sus esperpénticas patas por el iris, intentando dejarme ciego. Mis manos gustaban de piel prieta de seda y mármol, no estas sarmentosas sin fuerza y frías. Ni siquiera mi alma de entonces, había practicado las palabras que ahora modula mi lengua en juicios y sentencias.
– No sé hasta que punto ha sido conveniente decirte lo que antecede, mas continuaré: Una tarde de risas, gritos y confusiones, la encontré. Me refiero a mi amada. Era ella, sin duda, pensé yo y sabes, grité también y me confundí entre cuantos reían para ser uno más dentro del aquelarre.
– ¿Entiendes? No es fácil, verdad.
– Fue entonces cuando empecé a sufrir de veras. Así, de forma que estás asfixiado y de pronto alguien te abre las ventanas para que el aire que te falta entre a raudales.
– La ventana estuvo abierta durante algún tiempo; yo, mientras, miraba profundamente a la lejanía como si se encontrara en el mismo infinito. Un día, sin saber muy bien porqué, mis ojos encontraron a ver obstáculos, pero, ¡qué importaban! En modo alguno convine pararse en una idea y aún peor en obsesionarse en ella, en su contemplación. Al cabo me complacía en la parte que de diáfano me mostraba el porvenir.
– ¿Me sigues?
– Un buen día tomé el tren; ella me esperaba. La doble serpiente de plata, aquella que me llevaba junto a ella, se puso tan furiosa que se hicieron interminables las horas hasta que por fin estuve a su lado.
– Al fin, sí, dije, que no quiero pararme en las cosas ni aún en las rosas, llegué, Los músculos de mis piernas y brazos me dolían como si sobre ellos hubiera impactado truenos y relámpagos de mil puños airados; el cerebro era plomo derretido hasta los pies, era, llegué a comprenderlo, el esfuerzo de mi espíritu espoleando imaginariamente a la máquina torda y torva que se empeñaba en no darse la prisa suficiente para poder estar presto con mi amada. Más aún debí esperar, ya en el andén, con la espalda pegada a .la pared, los pies más lejanos como trípode circunstancial actuando de sostén en un edificio que amenazaba con caerse, que así de deteriorado estaba el lugar, donde nunca vendría.
– No, no puedes reírte de la imagen, lo harás después, si acaso cuando te siga contando.
– La adiviné más que verla. Un minuto, dos, acaso tres y volví a la estación. De nuevo al tren, ya no me importa su lentitud, cuando llevó el tiempo exacto de conocerla muerto sobre mi, a modo de lápida con mi nombre grabado. En el departamento del tren toqué mis muslos, creía por un momento que estaban sangrando, me enfadó que no fuera cierto.
– Ya en mi casa, tendido cuan largo soy en mi cama pensaba todo lo lerdo que puede ser el ser humano, pues me alegraba en el fuero interno, ese que habla a escondidas, sin raciocinio, a salto de mata, como escondido, el remoto placer que se siente cuando se sufre. No, no pienses nada extraño, reía al cabo de la inconsistencia humana. No lo sé muy bien, de la esperanza, sabes. La esperanza es una sonrisa guardada en una caja de cristal, es un rictus escondido en una mente angustiada.
– Luego, el dolor lo sentí romperse con saña sin igual, como pueden hacerlo las olas en los obstáculos que el mar encuentra en su camino. Fue un dolor terebrante, a veces sutil, capaz de estrujar la fuerza física y convertirla en gavilla de hierba seca.
– ¿Comprendes, hermano?
– Las gentes, como si de mi dolor supieran más, me decían: dejado pasar, el tiempo… el tiempo… veras como el tiempo… y el tiempo pasó sin cicatrizar ninguna de mis heridas sangrantes.
– Yo te digo que el tiempo sirvió para dolerme, si cabe, más cada día. Para darme cuenta de que algo inexplicable me estaba ocurriendo, que algo incomprensible se había quebrado dentro, de que así como el olor pasa y las narices lo buscan durante un instante, así yo, mi cuerpo, buscaba incansable tras su marcha, el sostén donde seguir cobijando mi mundo de hombre confundido.
– No obstante, la vida continuó, nadie hubiera podido pensar, por mi actitud exterior, las circunstancias en las cuales me encontraba preso. Tan solo penaba sin conceder mi secreto a nadie. De todo ello aprendí, debajo de este árbol donde ahora me encuentro sentado, en la piedra que cobija su sombra, teniendo próxima la carretera donde veloces se pierden los coches, los autos y sus entes conductores, el amplio sentido de la soledad sin límites, el divino placer del anonimato, el no ser observado por nadie, la vena lírica que sin embargo emana del recuerdo grato.
– En ocasiones, en las horas que no circulaban los coches, pasee arriba y abajo la vía, fueron trayectos cortos que se fueron acortando hasta sentarme en la roca a la que hablo, cerca del perro que me escucha. Todo sin darme cuenta que nada había cambiado, que todo se deslizaba con la naturalidad que no predice el deseo vano, que todo fue exacto y a la medida esperado. Los eslabones de mi mundo, al mundo de los demás, se debilitaron de tal suerte que muchos de ellos se deterioraron tanto que al fin se rompieron, como me ocurrió con ella. La carne fue yunque y el espíritu se templo con la luz del fuego.
– El tiempo aquel tan repetido, pasó sin que la tristeza interior remitiera, sino en las ocasiones que miraba las ramas del pino que nos protege de la lluvia o de los rayos de sol. La esperanza, ese don de los privilegiados, cuando estaba igualmente a punto de fenecer, volvió ella. ¡Al fin volvió!
– También yo había aprendido que las cosas vuelven cuando los milagros se producen, basta esperarlas, me mentía en ratos de optimismo ciego. Pero ocurrió. En aquel entonces pensaba que lo mejor de la vida era que se acababa y hoy pienso justo lo contrario.
– ¡Amigo!, ¿me escuchas? Otro día se fue, de nuevo, el camino estaba fresco, el sol de julio en el umbral. Y se fue, mejor, volvió de nuevo a marcharse.
– Aunque no lo creas, aguante bien, amigo, por más que se revolvía en la cabeza un pensamiento de que el mundo entero explotaría dentro, en el magín. Que las estrellas chocarían en mi mente unas con otras hasta su desintegración absoluta y sabes, todo fue muy simple, no ocurrió.
– ¡Dios mío!, no ocurrió. Corriendo vine hasta este piedra. En la noche, el acharolado asfalto de la carretera guiñaba en un juego de luces interminable, el brillo cambiante del rayo blanco de la luna clara.
.- Y yo, ¡amigo!, seguí el juego, distraje mi pesar como si no me importara. Amigo mío, me llamé idiota, insensible, inseguro, no sé todas las cosas que se me ocurrieron, así hasta exclamar: ¡Dios mío! ¡Dios mío!, que fácil se me hace el olvidar.
Y el noble perro de ojos fijos y la piedra fría y la carretera de negro asfalto, vio marchar a Sócrates del Estampío sin dirección fija. Mientras, la pezuña del perro se alzó en la tarde noche y unas hojas verdes que acariciaban la roca, quedaron lacias, como muertas.
Comments by José Luis Martín