A don Tadeo no le gustan los rábanos. A un vendedor de hortalizas le amenazó con un cuchillo de matar guarros si se atrevía, aunque solo fuera una vez más, a pregonar su mercancía al pasar por su calle. Como le vio tan enrabietado, ni se le ocurrió; para que tentar la suerte, se decía con razón el pobre hombre.
A doña Eduvigis, que tiene una niña preciosa con dieciocho añitos, le causó tanto, repelús –malestar, decía ella- el semen de su marido que nunca más –a excepción del caso reseñado- volvió a conocer hombre alguno. Tampoco a mujer, que doña Eduvigis, en todas las cosas del sexo, era muy mirada.
– Y tanto, que se lo pregunten si no a su marido, que le tiene a la cuarta pregunta desde hace, más o menos, dieciocho años.
Don Canoto, aunque todo el mundo, como era de ley, por aproximación se comprende, le llame don Canuto, la fobia sobrevenida le dio por los pájaros, mayormente urracas y vencejos. De no habérselo prohibido, de forma coercitiva la Guardia Civil, se habría comprado un cañón para erradicar de este mundo a todo aquello que se le ocurriera volar.
– ¿También a los aviones?
– Yo creo que no hacia distingos, que era sobremanera bruto y apenas si distinguía lo uno de lo otro.
– La fobia, por si lo quiere saber, a don Canuto –permítaseme la licencia- le vino como consecuencia de una cagada de un cigoñino. La pobre ave en ciernes sacó el culo de las taramas del nido, tal como la había enseñado a hacer su progenitora e hizo el aguatocho. Y claro, ¡zas!, dejo tuerto y lleno de excrementos al bueno del tío Canuto. Aunque parezca mentira, la casualidad es tan cierta como el sol que brilla en lo alto del cielo. Lo que no tuvo don Canuto fue la suerte de Tobías, que al cabo, este recuperó la vista sin coste aparente alguno. A este otro hombre le costó, entre visitas a la capital y a la consulta de varios oculistas, que no daban con el remedio ideal, la juerga un riñón.
– Si, ¿eso es en verdad cierto?
– Ni lo dude
Eduviana o Eduvigis que cada uno la despacha como mejor le cuadra, la pescadera, la madre Florindita, la que hace rosas de migas de papel ensalivado, odia al mundo entero. Es persona de no quedarse nunca a medias. O todo, dice, o nada, aclara. A quien le rechista en el puesto de mando, le manda a freír puñetas “y el siguiente” de la cola. ¡No es nadie esta mujer despachando!
– Esas, mire usted, son batallas perdidas y sin mayor fundamento, que es lo peor. A la misantropía, como esta demostrada de doña Eduviana, la pescadera, le faltan unos cuantos cursillos acelerados de amor al prójimo. Difícil sin duda esta asignatura, ¡verdad que es así don Claretiano! La misantropía, por volver al principio, no es sino, una enfermedad sin tratamiento conocido hasta el momento.
Don Castor es otra cosa a todo cuanto llevamos contado. Don Castor es un hombre normal, dentro de unos límites, ni alto ni bajo: más bien esto último. Algo grueso, con papada pronunciada y con la fea costumbre de abrocharse el cinturón por debajo del ombligo, a media tripa, porque cree que eso le hace más hombre, sencillo al tiempo y distinguido, próximo y trabajador. Es amador, por más señas, de los animales en general y de las hortalizas en particular, especialmente los rábanos y los pepinos. Como amante, por ser esta materia reservada, se le desconoce la gracia, si es que tiene alguna. De cualquier forma, a primera vista, bien se puede afirmar que en tal tesitura debe de ser medianejo, tirando a bajo rendimiento, como los triciclos de segunda mano. Vamos, como quien dice, ni fu, ni fa.
Donde verdaderamente falla don Castor, parece mentira, es en la lectura. Se conoce que, de pequeño, como a todos les pasó por aquellas generaciones, le obligaron de malas formas y ahora se pone como un basilisco ante la menor insinuación de enseñarle un libro, un periódico, una revista o cualquier otra cosa que tenga una letra de por medio. Se conforma con la radio y en ocasiones hasta con las noticias de la televisión, por más que no se las crea.
– ¿Usted sabe leer, don Castorama?
– Tu padre. Castor y voy que me mato. Pero oiga, ¿con quién se cree usted que está hablando? Claro que sé leer, estaría bueno.
– Lo digo mayormente por los ascos y repulgos que usted demuestra ante la presencia de la letra escrita, de un libro.
– Los libros, ¡botarate!, ¡chiquilicuatri!, !zangolotino!, son el compendio de todos los males que aquejan al mundo. Pero, ¿qué sabrás tú, a edad tan tierna, de tales complicados y complejos asuntos?
Y don Castor, mirándole con desprecio por encima del hombro, se marchó rumbo a su casa que le queda aledaña al lugar. Allí, en la oscuridad de su alcoba, sueña sin embargo con montones de libros, grandes e inmensos carrimotes de libros, librerías y bibliotecas enteras, aunque, invariablemente se despierta sobresaltado en la mitad del ensueño. Después, no se sabe porqué, repasa lo poco que ha aprendido sobre la Inquisición española, “SOBRE LA INTRANSIGENCIA HUMANA”, los poderes fácticos y las mamandurrias y, cuando de los ripios de libros se eleva una gran humareda, llamas por doquier, don Castor, no se sabe tampoco por qué, se queda dormido con un sueño tranquilo y reparador, como un bendito.
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Comments by José Luis Martín