Según consta en el informe escrito por el funcionario designado para transcribir la declaración realizada por doña Cristinet Latareta, la madame de Isla Tropical, la muerte de su pupila, una joven rubia, de no más de 25 años, inesperada de todo punto, pues nunca había demostrado dolencia alguna en los exámenes médicos periódicos a ella realizados, dejó tanto a ésta como a sus compañeras y visitantes, enteramente de piedra.
El ahogo sufrido, dijo la madame, fue de tales proporciones que nada se pudo hacer por ella, si no lo realizado. Tan súbita fue la situación presentada y tan trágica y rápida como se resolvió, fue la circunstancia determinante para acercarse a una de las ventanas del lupanar que daban a la calle y por ella pedir auxilio a gritos. Volvía los ojos –dijo también- con tanta rapidez como si de verdad se quisieran salir de sus cuencas y siendo el caso aciago, aún imponía más, primero por el volcán que anunciaban eran sus pulmones y después, estos mismos, cuando dejaron de inflar el pecho desnudo, el espeso silencio que se produjo como presagio de lo que iba a suceder. El fuelle del pecho, lastrado al fin por el cansancio mortal que se le adivinaba en la cara, se apagó como el pabilo de la vela azotada por el implacable viento.
Preguntada madame por la posibilidad de que el sucedido fuera consecuencia de una ocupación, negó saberlo a ciencia cierta, pues si bien el óbito ocurrió a las doce y media de la mañana, hora y media después de abrir sus puertas Isla Tropical, el primero, y último cliente, había preguntado por ella pocos minutos después de la apertura. Así al menos constaba en las notas que tomaba al respecto para todas y cada una de las trabajadoras y nadie, que ella supiera, se había saltado la norma. De todas formas indicó que el mucho tiempo dedicado si la extrañó, aunque acostumbrada como estaba a extravagantes gustos, todo se lo esperaba de sus clientes.
Sobre la oportunidad del médico igualmente negó que este hiciera acto de presencia desde la fila de los clientes y menos en calzones, acuciado por la prisa, aunque tampoco negaba que muchos de los que allí las visitaban, pasaban previamente por esta otra consulta.
Aseguró madame Cristinet que lo mismo que el médico vino desde la calle, igualmente pudo hacerlo el sacerdote. Cada uno, en sus respectivos cometidos, trataron por todos los medios de salvarla. El primero el cuerpo, el segundo el alma. Con los cuidados del primero la chica pareció tener una reacción positiva y momentánea, eso fue todo. El segundo dispuso su alma para su postrer cometido. Mientras la hacía la señal de la cruz sobre su frente nacarada la susurró palabras de alivio y el milagro de el “ego te absolvo a pecatis tuis”
Ninguno de ellos mostró el menor reparo en atenderla, desnuda como estaba, el médico la tomó por los hombros hasta casi lograr incorporarla, el sacerdote, igualmente, la absolvió sobre las blancas sábanas exonerándola de todo pecado cometido en esta vida y rubricando el aval al que dejó impoluto y con el que poder entrar en la otra existencia.
Al insistir el funcionario en la posibilidad de que tanto uno como otro experto la asistieran desnudos y convictos, está negó toda importancia en el hecho, por baladí y poco esclarecedor, que allí, lo trascendente era haber visto como una vida joven se truncaba sin remisión y volaba hacia lugares ignorados por el hombre. Era del todo punto inocuo el que la muerta se presentara desnuda o vestida, que quien la auxiliara nada importaba sino saber con la diligencia y la profesionalidad que era atendida en su postrer trance.
Comprendió el escribiente las razones expuestas y fue entonces, sólo entonces, cuando levantó el campo de batalla para calmar los ruidos del viento, los bramidos de la mar, la faramalla con la que le habían cargado y que se escondían en la punta de su bolígrafo.
Comments by José Luis Martín