Sentado en el triclinio, Lucio Anneo mira distraído la primavera. Incomprensiblemente y sin previo aviso que le alerte, se llena de ira. El filósofo confundido culpa de la situación a los escondidos humores de su cuerpo; acaso a la mariposa, que atrevida roza con sus alas la sutil cortina de la ventana; posiblemente – se dice – al rojo color de la amapola que escondida, crece entre las zarzas de la rosa.
No pudo, cuando quiso, recobrar la respiración que le faltaba. La hidra, nacida de un desconocido ayuntamiento, de furia se lo impedía. Boqueando como pez sin agua trataba de tomar aire, la absurda rabia le hurtaba la serenidad precisa y la cólera equívoca, como si fuera guiñol desbaratado de feria, le zarandeaba cruelmente.
Fue lucha feroz e intestina, apenas la batalla de un instante, el tiempo sin embargo suficiente para que Lucio Anneo Séneca hiciera pedazos la soberbia escondida y, en la alegría que produce el triunfo, le creciera a borbotones el conocimiento.

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