Si, los cánones son estos, los que son y los que hay. Yo, Aníbalix de Benteosa, lejos, muy lejos de ellos, cuando no en el mismo infinito, quise hacerme oír y que el mundo me escuchase.

Para ello, lo sé, es imprescindible mudarles el gusto. Romper las pautas por las que se rige el llamado bello cante, al igual que ya lo han hecho los pintores llamados cubistas o abstractos, los escultores inefables que retratan por igual deformaciones y fealdades y cuantos analfabetos, ayunos de toda aptitud, se acercan a una de estas artes.

¿Por qué, me pregunto, yo no he sido adornado con una de esas varitas mágicas, poderes dados gratuitamente a esos seres privilegiados que cantan y componen? La naturaleza caprichosa les ha regalado, sin otro merecimiento que conozcamos, una vida plena o al menos las paredes maestras para sostener el edificio de la felicidad.

Por eso, amparándome en las virtudes que si me son propias, mi innata facilidad para manipular por medio de creaciones de eslóganes publicitarios, anuncios capaces de mudar la opinión de las gentes y sus gustos, he comenzado por ti esta explosiva campaña para intentar abrirme camino, para encontrar la senda por la que mi voz, aullido apenas, monocorde sonido, gañido cuando no ladrido, ronroneo o graznido, apagada y sepulcral, trine al fin, zuree al menos, crotore y pie victoriosa.

Esto y mucho más, me contó Aníbalix Benteosa, mientras untaba engrudo a unos carteles donde se anunciaba su próxima actuación. En el día “d”, de la hora “h” del año “x”.

 

                                                      

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