Toda su vida, hasta el último postrero instante, la pasó Fedeón Trispán prendido de la música de un violín. Tanto fue que lo tocara su padre, como él mismo o como su hijo ahora, pues le regaló la caja mágica, como llamaba al violín, cuando aún no había cumplido seis años.

Sin embargo, contra lo que se pueda pensar, siendo Fedeón un apasionado de tal instrumento, no era músico, sino herrero. El que machaca el hierro ardiente bajo la embestida del martillo ferozmente manejado por los músculos de un hombre fuerte y así, a golpes, componía, cuando la obligación le dejaba, figuras que primero imitaban a pájaros, después a animales domésticos para terminar en composiciones extrañas. Aquellas esculturas, afirmaba, le eran dictadas por la música que en las noches componía y que también él, para la comprensión de su mujer, que nada entendía, las calificó de abstractas.

 

– Al igual que hacen los pintores, al igual que los escultores, ¿acaso no es esto mismo lo que yo hago? – la aclaró.

 

Se llamaba, sí, Fedeón, al igual que su padre, igual que su hijo. Su ascendiente, también herrero, pues comenzó calzando las patas de los caballos del lugar, amenizaba los lapsus sin trabajo con música que se sacaba de sus inspiraciones y a la que asistían los vecinos a tan improvisados conciertos. Más de él, fundamentalmente envidiaba, la facilidad que tenía para sobre la marcha, componer versos y con ellos bellas canciones que se extendían como reguero de pólvora por todos los rincones del barrio.

Tal entusiasmo se lo transmitió entero a su hijo, tal como su padre había hecho con él. Pero si bien el violín fue el aliento de su existencia, no pudo dominar la facilidad de su padre para acompañar al arco que acariciaba las cuerdas de la caja mágica con bellas palabras. Por eso le envidiaba, porque nunca pudo componer una rima, aún pobre o despavorida, carente del fuego que debe llevar dentro, por más que en su imaginación, edificaba monumentos grandiosos que a través de sus dedos pasaban del arco a las cuerdas y estas llenaban de copos de dulce maná el alma de los espectadores que le escuchaban.

Su mujer le animaba en la empresa a la que calificaba de milagrosa y donde se daban los prodigios con los cuales soñaba en la noche para alegrarle el día. Pero siendo el herrero un diletante prodigioso y apasionado, solo en contadas ocasiones le llamaron para algún solo, concierto improvisado, aunque no es menos verdad que, de todos ellos, salió por la puerta grande. En tales ocasiones entonaba música clásica más acorde con las exigencias del público no habituado a modismos en boga, aunque no por ello dejara, en ningún momento, de rondón meter algún arpegio que afirmaba y hasta juraba, que le faltaba a Wolfgang Amadeus Mozart, Frédéric Chopin, Ludwing van Beethoven, Richard Wagner  y un largo etc. de primeros espadas de la composición musical.

Durante los primeros años de su hijo Fortinín, -que así comenzó a llamarle, porque decía que la misma fuerza y voluntad emanada de este apelativo inventado, presto se fundiría en su espíritu- no hubo día en el cual no le enseñara una nota, un sonido, una cadencia y aún le fue leyendo los mejores versos que le dejó su padre, porque hasta la saciedad le repitió: “lo uno, la música y lo otro, la poesía, se complementan de tal manera que la una hace a la otra y viceversa”.

Empero, fue Fortinín reacio en estos primeros escarceos y aunque su madre se desesperaba por verle sin garbo, templando con desgana y malas maneras las cuerdas golpeadas con el arco cuando de acariciarlas se trataba, su padre la pidió paciencia:

 

–  La música, tarde o temprano llega, primero a nuestros oídos hasta, que un día se abre paso buscando el lugar donde se asienta el alma de la persona. Entonces es cuando de verdad es asimilada por todos nuestros cinco sentidos, lo hacemos con la misma fruición que tomamos felices un regalo para el paladar. Paciencia es lo que debes tener, mujer, el muchacho es joven y está dando los primeros pasos y si bien no se comporta como lo haría un genio, hay genios que tardaron algo más en manifestarse.

 

Y Fortinín, tal como lo auguró su padre, cuando acababa de cumplir diez años, como si un prodigio se le hubiera producido dentro, el desdén que hasta el momento había mantenido para el “dichoso violín”, primero de su abuelo, después de su padre y ahora suyo, lo cambio de tal manera y de forma tan radical que, a tan corta edad, andaba ya de la ceca a la meca templando gaitas, en este caso las cuatro cuerdas que ahora si mimaba, por calles … y lugares más propios, cuando era llamado para complacer a los demandantes.

Dice doña Fernanda, su madre, sin mayor fundamento, que todo aquello fue consecuencia inmediata y derivada de haber visto como su hermana, Aliosa, diez años mayor que él, se abría camino en el mundo y en la vida, por más que los senderos escogidos fueran escabrosos, cuando no temerarios y siempre peligrosos.

El herrero no era tan complaciente con Aliosa, a la que tachaba de casquivana, airado como estaba con ella por no haber intentado, ni siquiera una sola vez, tocar las mágicas cuerdas del violín que hora tras hora ponía a su disposición. El pobre herrero no comprendía la  indolencia de su hija cuando de música le hablara y mucho menos cuando la vio transformarse de niña delicada, que así era su hija, en una mujer liberal habiendo, pensaba y decía, desperdiciado el encanto de la juventud, al meterse en el fangal de una vida confundida.

Su mujer, doña Fernanda, que igualmente sufría el comportamiento y los hechos de su hija, al cabo madre la defendía diciendo que, al fin y a la postre, ella, trabajara aquí o allá, encontraba siempre un resquicio para enviar a sus padres alguna dadiva que la que ayudarles a vivir.

 

– Aliosa, no lo olvides Fedeón, ahora más, cuando los achaques te impides seguir trabajando, ella no nos olvida. Ella se acuerda de sus viejos y nos manda dinero, sin el cual, tampoco lo olvides, nos sería imposible mirar el final de mes con la calma que ahora lo hacemos.

– No quiero tales miserias, no quiero sobre mi mesa sudores de nadie, Prefiero pasar hambre antes que admitir tales limosnas. Si escogió el mal vivir, frente a cuanto aquí pudo escoger, no quiero compartir ni siquiera las migajas de lo que pudiera ser su triunfo o esplendor.

 

Y así, fueron pasando los años. En ellos perdió el buen humor y la salud el pobre herrero, ahora, si no anciano, si mayor, recordando cada día a su hijo por esos mundos de Dios, que suponía, porque desde que saliera de casa, apenas si tenían referencia de él, siempre por terceras personas que contaban que se lo habían encontrado en la calle tocando el violín.

Sobre el muchacho, su mujer le decía:

 

– Ves Fedeón, él nos olvida y Aliosa nos recuerda.

 

Y Fedeón con cajas destempladas, por más que admitiera y aún compartiera lo que su mujer le acababa de decir, salía por peteneras, recordando irónico que mal cumplirían los días del mes, si no fuera por el dinero que generosamente recibían y que su hija no se olvidaba de mandar.

 

–  Él volverá, si ahora no lo hace así, es porque no tiene ningún presente que ofrecernos y con el que obsequiarnos. Cuando las circunstancias de su vida cambien, verás cómo cuanto te digo se cumple

 

Aquel olvido, en la persona que del padre que quiso que su hijo se convirtiera en genio de la música, unido a la decepción más lacerante si cabe de la hija, menguaron drásticamente las defensas en la salud del herrero, que sin ser viejo, sintió la muerte venir como un apagado soplo de lava que le revolucionó el cuerpo.

En esta espera fueron pasando los días, cada uno de ellos restando al hombre inmóvil toda capacidad de vida, hasta que se produjo el milagro que doña Fernanda, suplicaba día y noche que se produjera. Las notas de un violín entraron sonoras, nítidas y claras por la ventana de la alcoba donde expiraba el músico-herrero para despertarle del letargo.

Tal debió ser su alegría que, cosa increíble, sacando fuerzas de la misma flaqueza, pues pocas horas antes los médicos habían diagnosticado su trance final, se levantó y aún tuvo el vigor suficiente para abrazar al hijo que entraba por la puerta abierta, tocando sonriente el viejo violín y gritando a su padre:

 

– ¡Al fin lo he conseguido!

 

Le estaba anunciado con la música que llenaba el pórtico de su casa que, después de los muchos años de músico callejero, de errabundo violinista de todas las necesidades, ajenas y propias, felizmente le habían reconocido para formar parte del orfeón de la ciudad.

Fueron lágrimas de felicidad las que derramó el herrero, mientras su hijo le abrazaba y aún le sostenía entre sus brazos. Fue, por un instante, la alegría de un hombre en una nube subido. Así al menos lo contó, durante los muchos tiempos que vivió, su mujer, Doña Fernanda.

Y ya en la tarde siguiente, cuando el sol guardaba sus postreros rayos en el horizonte, el hijo violinista, a los pies de la tumba de su padre le despedida con una marcha fúnebre, Mozart fue primero y Chopin el segundo, junto con algunos gazapos que sin duda don Fedeón Trispán agradeció que se le escaparan como por su hijo inventados.

Lloraban abrazadas don Fernanda y su hija Aliosa, mientras las notas fúnebres del violín, salidas de las cuerdas y el arco, de las virtuosas manos del esclarecido músico, se elevaban al cielo dejando caer sus notas como lluvia que empapara el camposanto entero.

Nunca sabría Fedeón que su hija Aliosa, cuando le supo vencido y a la espera de la barca de Caronte, volvió para hacerse cargo de la fragua y fue ella, la que dio continuidad al trabajo abandonado de su padre. Como él, calzó a todos los caballos del lugar y en los ratos de ocio, también como él, entretenía el tiempo machacando hierros de los que surgían esculturas nunca vistas ni siquiera imaginadas. A cada una de ellas les puso nombre y desde entonces, aquel pueblo, Coscojal de los Desamparados, tiene uno para cada calle, el mismo con el que la muchacha bautizó, a cada una de las estatuas y que hoy adornan los bellos paseos.

 

 

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