Asustado, rezaba Jacinto la buena suerte de haber salido airoso del lance. Pocas veces un conductor se salva de un choque frontal lanzado su coche a más de 150 kilómetros por hora. ¡Morrocotudo sobresalto se llevó el hombre!.

Salir milagrosamente del amasijo de hierros retorcidos, entre la admiración y la sorpresa de quienes le miraban, fue todo un acontecimiento. Le dolía, por todo daño apercibido, una imaginaria herida producida por irreal afilado cuchillo en el costado siniestro. Era un malestar lejano, un olor con gusto pegajoso, a cansancio, como un recuerdo pasado. Las gentes que contritas e incrédulas le tocaban quisieron llevarle al hospital, Jacinto resuelto dijo que no, que prefería descansar en casa.

Cuando algunos minutos después entró en ella, Suso, su perro, sin que existiera explicación ni antecedente, le ladró despavorido. Corrió alocado por el pasillo como si hubiera visto a la muerte. Su mujer, sin duda falta de la percepción extrasensorial de los canes, le abrazó dichosa mientras escuchaba el sucedido. Jacinto, exánime por la emoción, se sentó en el sillón favorito; esperaba la tila que le estaban haciendo. Allí, sin ningún sobresalto ni aspaviento, se quedó dormido para siempre.

En el accidente, se sabría después, se le había roto el alma y el alma, como es cosa sabida, duele como un recuerdo lejano.

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