Con pena se jubiló Latafina de Monte Real. Toda su vida la había basado en el trabajo, en su tiempo con los compañeros amigos y colegas y esta soledad, sobrevenida con la jubilación de súbito, le infundía desánimo cuando no temor.
Algunos meses después, cuando el silencio se había acentuado en su vida, como punta de piolet anclado en el hielo, cuando la soledad temida ocupaba todos los rincones de su casa, tomó la decisión de pasar, todas las mañanas, cuanto menos algunas horas, sentada en uno de los bancos del parque próximo. Así, se decía, al menos ocuparé mi tiempo viendo el ir y el venir de los paseantes.
Se sentó en uno de los bancos, sola, sin nadie a la vista, mas no fue por mucho tiempo. Un hombre, un pobre, roto y desarrapado ocupó casi de inmediato el banco de enfrente, al otro lado del paseo. Tina Lata, como la llamaban en el hospital donde se dejó la mayor parte de su tiempo y de su vida, en su trabajo de enfermera, le miró, pero no se atrevió a preguntarle, como hubiera sido su deseo y pese a que era consciente de la necesidad que tenia de comunicarse con otro ser humano en aquel momento.
Recordaba que durante todos sus años, por más que la curiosidad le picara, por más que todo su ser se lo pidiera, con la violencia de una brisa en primavera, que un vendaval en invierno, su natural cortedad le impedía cualquier aproximación que no fuera en el quehacer diario hacia nadie, como si una barrera se interpusiera entre su deseo y su voluntad.
Aquel hombre que se acababa de sentar en el banco de enfrente se llamaba, lo supo más tarde, Máximo Rengifo, también jubilado, pero éste del mundo y de la vida, desde siempre y de cuanto de agradable tenía ésta, que al poco se levantó de su asiento, algo maltrecho, pues ostensiblemente cojeaba, para aproximarse a la mujer y decirla mientras sonreía:

– ¡Buenos días tenga usted, señora!

Lata le respondió con una sonrisa igual. Lata le había visto, a ese mismo hombre, dormir entre los contenedores que guardaban los desperdicios del supermercado del barrio, también, cuando el frío era intenso, abrazarse a los motores de los coches, apenas parados de sus dueños, como si les expresara un cariño que no sentía.
Le había visto sí, resistir la lluvia con un plástico sobre su cabeza y al sol de agosto con ella al descubierto y también rebuscar en aquellos contenedores donde se refugiada de la oscuridad de la noche, buscando un desperdicio comestible.
Máximo se llevó la mano a la boca, a las orejas y Lata entendió que era mudo. Luego entonces, se preguntó, sin perder la sonrisa, ¿cómo le había oído saludarla? Que cuanto quería y decía lo hacía por gestos de su cara, ayudándose de las manos, de su cabeza u otra cualquier parte posible de su cuerpo maltrecho.
Sin demostrar sorpresa, asintió Lata Fina igualmente con la cabeza. Le decía que sí, que le había entendido, hasta las mismas palabras no pronunciadas. Él, entonces, le pidió que le hablara. Ella, así lo hizo. Le saludó con un escueto:

– ¡Hola!

Y pasaron los meses y el banco, los bancos, de frente, para mirarse los dos la cara, todas las mañanas, lloviera, el viento soplara o el frío calara los huesos, allí estaban los dos, mirándose. Alguien diría, de mirarles cerca, que estaban embelesados, el uno en el otro, haciendo gestos complacientes, riendo de la luz del horizonte, del pájaro que piaba en la cresta del árbol próximo, del río de agua que apenas su curso riega escaso un pequeño tramo del parque, aquel donde crecen rosas rojas y claveles blancos.
La espera, para volverse a ver, se les hacía, tanto a él como a ella, interminable, cansina, insoportable. En este tiempo la mujer le contó su vida, él la escuchaba con una mueca que Lata Fina traducía de complacencia radiante. Máximo Rengifo, en estos tiempos, aprendió a reír, poco a poco, a olvidar la mueca triste de sus labios mudos, hasta alcanzar la risa franca, el aliento mismo de una carcajada espléndida.
Pasaron los años y contados los días, ninguno de ellos faltó a la cita no pactada, al tiempo de verse asumido como la entraña misma de la felicidad completa. Máximo contó a su vez su propio deambular, su juventud perdida entre las drogas y el mirar sin ver el horizonte donde no se encuentra el futuro. Lloró con gestos de sus manos las mismas lágrimas que le caían solemnes de los ojos cara abajo hasta mojarle la pechera. Contó su desesperación, perdido, sin nada a lo que anclarse, teniendo como única arma para defenderse de la vida, su amor infinito para los demás, aunque los demás nunca se dieran cuenta de ello. Todo sin excepción, sin distinción de raza, por pobres o ricos, por sanos o lisiados como él, por altos o bajos, por feos o guapos.
Un buen día, Máximo se levantó de su asiento y ocupó el lado izquierdo donde se sentaba Fina Lata. La tomó la mano con la que se acarició la cara. La habló por horas, con los ojos, con los labios en silencio, con el fulgor de un cuerpo que se sentía renacer en sus postreros momentos. Fina, al mediodía se lo llevo a su casa. El vagabundo se resistía, no quería ser egoísta que bastante le había dado y se conformaba con su proximidad. Ella a su vez le tomó igualmente de la mano y le llevó hasta su mesa. Quería darle albergue y sustento, quería que no volviera a la calle a dormir entre los desechos de los cubos de los grandes almacenes.
Máximo conocía de la vida sus dimes y diretes. Nunca quiso hacer mal a nadie. Por eso, cuando Fina dormía, después de las muchas horas hablando, se marchó. Sigilosamente, para no ser oído, cerrando la puerta en un susurro. Escaleras abajo se decía que era lo mejor, nadie a ella le iban a perdonar que diera en su casa cabida a un sin techo, a un pobre vagabundo, a un sin tierra, sin cielo, y aún sin nube desde la que poder soñar.
En aquellas horas, en el salón de aquella casa, sentado en el sofá, Máximo, cohibido, estiraba sus piernas encogidas de miedo de tantos años de temor. En aquellos momentos se quito muchos, muchos lustros de los cumplidos y tenía razón, en horas había rejuvenecido como si por él los días aburridos se hubieran cansado y volaron a otros lugares más acordes, que este rejuvenecimiento repentino no cuadraba con el vigor que se desparramaba en el sillón mullido, donde por primera vez reposaba, como si fuera sujeto de un milagro esperado y hasta el momento nunca alcanzado.
Lata Fina, a la mañana siguiente regresó al banco. Para nada le extrañó su huida, sabia de la templaza y la delicadeza moral de un hombre en la más absoluta de las nadas materiales. Allí estaba él, sentado, esperándola. Con la sonrisa recién aprendida, con sus ojos brillantes por admirar la belleza de aquella jubilada mujer que compartía el banco y la felicidad de vivir uno tan cerca del otro.
Nada les importó el frió, nada la nieve que cae en copos cual manta que viniera a arropar su amor. El aliento del uno se agotó en la cara del otro, el latido de sus corazones dejó de sonar al tiempo, en ese instante donde solo la mirada de complicidad fue suficiente para saber que juntos, al fin, emprendían el camino del que nunca, hasta el momento, nadie ha vuelto
Allí siguen, abrazados, mirándose, sin moverse, enamorados como el primer día. La enfermera Lata Fina y el vagabundo Rengifo. En el banco de madera. Hechos los dos de bronce y amor. Como los vio el escultor que, conmovido por la visión, los plasmó en arte. Es un retrato, un monumento para la historia del parque. Allí siguen. Allí están. Lata y Máximo, para quien les quiera ver, para aquellos enamorados que quieran sentarse a su lado y repetir, el trozo más bonito de su conmovedora historia.

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