Una mañana de domingo, Rogelio Andolfo, en la edad límite de sólo joven para empezar a ser señor, se refugió en el jardín de su casa, debajo de un nogal centenario cuyas ramas le tapaban de toda curiosidad ajena.
Allí fue, dolido por la vida, en busca de una soledad real, auténtica, esa que sabe apartarte de los sinsabores inexplicables del espíritu, esa que sabe tranquilizar el alma de los hombres.
No, no era la primera vez que venía hasta este banco de piedra y cemento sin obtener resultado alguno. Al menos el milagro soñado, aquel que, había leído, se producía en algunas personas, aquellas que sabían de las bienaventuranzas de los retiros matutinos.
Iba Andolfo con sus complejos ahítos, sus tristezas sin sentido, todo él lleno de pesares producidos por la existencia. Problemas sin fin a los que no encontraba fácil solución.
Ya sentado, el silencio le recogió el alma como nunca hasta entonces había sentido. La trascendencia de sus pensamientos, la paz interior advertida, vasta como bálsamo que se extendiera hasta el infinito, allí, sí, donde sólo él habitaba.
De esta manera pasó, acaso algo más de un segundo, nunca más de tres, cuando dos impertinentes como indiscretos pajarillos, dos ínfimos gorriones, se pusieron a parlotear en la rama más flaca del nogal, la que estaba justo encima de su cabeza, frustrando así el momento mágico que estaba viviendo. La primera reacción de Rogelio Andolfo fue la de levantarse airado y con grandes aspavientos espantarles de su proximidad hasta que se perdieran a lo lejos, donde no pudieran disturbarle de sus pensamientos.
Esto fue lo que quiso hacer cuando el pío-pío, incomprensiblemente, fue traducido en palabras coherentes, tan audibles como entendibles, palabras al cabo a sus oídos confusos. Decía el uno al otro, posiblemente su último descendiente, dando lecciones al hijo con las que enfrentarse al mundo:
– Ves –dijo el gorrión – ese hombre que asienta sus posaderas sobre el duro cemento es el rey de la creación. Eso cree al menos, cuando la verdad no es sino, uno más de cuantos animales y plantas formamos el Universo. Las cuitas que aquí viene a redimir, son faltas creadas sólo por él, defectos que no sabe suplir por situaciones tangibles al alcance de sus manos. En realidad, es el ser menos afortunados de cuantos poblamos este mundo. Ha creado una falsa circunstancias donde no encaja, un devenir incierto, una incomprensión absoluta con el resto de lo creado. Desconoce por igual la libertad, desconoce el amor, ignora el perdón, la amistad, todas aquellas cosas necesarias para atravesar el necesario transito impuesto y que nos conduce a la gloria de los cielos. Ten cuidado con él, hijo. Sus reacciones son impredecibles, pueden costarte la vida. Quien ignora lo próximo, lo fundamental, recuérdalo, anda errado, queriendo abarcar iluso el mundo. ¡Así le va!
Rogelio Andolfo escuchaba con suma atención, sin que una sola de las palabras salidas de aquellos pequeños y amarillos picos se le escapara, más incrédulo por la imposibilidad, pensaba, que fuera verdad cuanto estaba escuchando, miraba una y otra vez de reojo para cerciorarse que ninguno de sus sentidos le estaba traicionando. Quieto, no queriendo espantar a los gorriones allí posados, guardaba un riguroso silencio. En él, comprensiblemente, en ese mismo instante, se fraguaron las recomendaciones proclamadas por los pequeños pájaros.
Cuando volvió a mirar a la rama donde estaban posados les vio partir volando. Andolfo, igualmente se levantó de su asiento e imitando a los gorriones, sintió por primera vez que volaba, que era liviano y sutil a la medida de sus deseos, que todos aquellos irresolubles problemas con los que había venido hasta aquí, habían quedado marchitos, como sombras alumbradas por el sol.
Quienes le habían conocido apenas si podían explicarse el cambio, Andolfo contemplaba ahora la vida desde el milagro de mirar las cosas en toda su alegría.
Sin duda, este Rogelio Andolfo había aprendido a volar, después de un prolongado sueño en el jardín de su casa, a la vera de un nogal centenario.

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