Cuando Estebambrano se cayó por el acantilado, no lo hizo solo, se llevó con él a su perro Poncio, al no poder desprenderse de la correa que llevaba anudada a la muñeca de forma tan distraída como inconsciente.
Estebambranio sintió el golpe mortal, primero por el perro, pues suelto nunca hubiera tenido tamaño desliz humano, pero inmediatamente después y muy principalmente, por su amigo del alma Salustio, que le acompañaba le la excursión.
No sintió su propia muerte, al fin era consecuencia de un error fatal propio, sin posible alegación de culpa para nadie. De todas formas fue la muerte, aunque violenta, tan inesperada, que apenas si le dio tiempo a que el miedo le hubiera reaccionado dentro.
Más temió por su amigo, pues sabía que, en el momento que le echara en falta, que desde aquella altura le divisara tendido entre las rocas que regularmente mojaban las olas, sufriría tal dolor que, sobre él se abatiría la más negra de las suertes.
Habían salido, muy de mañana, mirando al sol su amanecer, en busca de la esperada aventura de poder hablar solos, sin otra compañía que el perro Poncio, después del largo curso separados.
Salustio se había sentado en la subida pina, cansado, algunos pocos metros antes de poder contemplar el mar. Estebambrano, acaso más fuerte pero haciendo caso a su perro que tiraba de él, que no se cansaba nunca, culminó solo la ascensión.
Después, minutos si acaso después, se produjo el infortunio, pisó en una piedra sin mayor base que el viento que bajo ella se filtraba, sin apoyo suficiente en el menudeo de pequeños cascotes y se precipitó al vacío arrastrando a Poncio con él.
Consumado el hecho, ya espíritu, sentado sobre la misma roca donde descansaba su cuerpo muerto, temía el momento en que Salustio, un año más joven, le encontrara. Quiso entonces retirar su cuerpo sin saber que toda la fuerza le había abandonado, que ni siquiera tenía energía suficiente para retirar de la escena a Poncio igualmente espachurrado.
Miraba su cuerpo allí tendido, como si espectador fuera del hecho, desde el humo en que se había convertido su ser y no, no lloraba su pena, sino la de Salustio, cuando irremediablemente se encontrará con él.
Oyó al rato sus gritos llamándole.
– ¡Estebambrano, amigo!, ¿dónde estás?
Aún queriendo, tampoco podía responderle, por más que hizo, por más que lo intentó, de su boca no salía sonido alguno.
Siguió Salustio con sus gritos, tras de ellos la voz se le resquebrajó hasta parecer tristes lamentos. Acusaba a su amigo de la ocurrencia a destiempo, de la chanza sin gracia alguna hasta devenir en llanto, un lloro a veces silente, a veces con fuerza tal que más parecía desgarró presagiando su aciago descubrimiento. Al fin, se asomó por acantilado, allí donde las rocas están cortadas a pico y se divisa el mar en toda su amplitud.
Allí si, los vio. El uno junto al otro, tocándose, de bruces, abrazados a la impía roca que no mitigó su dureza ante la caída mortal.
Nunca hasta entonces le oyó gritar con tanto dolor, loco, corriendo de un lado al otro, sin rumbo, suplicando a Dios que todo fuera mentira, una añagaza de su imaginación calenturienta, una desviación antinatural de cuanto estaba ocurriendo.
No se logró el milagro, si que, tanto corrió de un lado al otro del acantilado sin saber muy bien que hacer que al fin tembló la tierra bajo sus pies y las piedras cascajo y las berroqueñas rocas y con ellas, en tumulto, se precipitó al vacío, por el mismo, exacto lugar por donde se había despeñado su amigo unos pocos minutos antes.
Un instante después le abrazaba riendo y llorando al tiempo, de alegría, de felicidad, que al fin nada era verdad. Salustio acariciaba la cara de Estebambrano y le susurraba que, todo había sido un mal sueño, una exaltación enfermiza de los sentidos, la reacción lógica después de tantos meses de no verse, como respuesta a primaria humana.
Estebambrano, lejos de sacarle del error, pues de sobra conocía su escasa resistencia ante la adversidad, se guardó de decirle, mientras caminaban por el centro de la nube que vino solícita a recogerlos, que los dos estaban muertos, que todo había terminado, que la vida, para ellos, empezaba de nuevo.
Contra lo que se pueda pensar, el perro Poncio, les acompañaba en el viaje.
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