Si el cuento de la vida se cierra con el mismo final, el llanto que nace del cuento sin apelativos se convierte en risa, y sus fantasmas, de los cuales están tan profusamente poblados, devienen en realidades inestables y aún las mentiras parecen verdades que, como dardos certeros, vienen a clavarse en el corazón limpio de los lectores crédulos.
El cuento enmascara al hombre tras un disfraz distinto, le esconde en ridícula vestimenta, le tapa de todo creyendo así que, por un momento, huimos de lo que somos, evadiéndonos de la mascara cotidiana cuando en realidad estas nuevas caras nos acercan más a la caricatura de nuestra imagen, el retrato en el cual nos ven los demás.
Somos marionetas movidas por nuestras manos, y aún creemos que son las del titiritero quien las mueven. De esta forma podemos arrojarles a la cara las culpas de las cuales nos exoneramos porque el hombre, sólo el hombre, es capaz de cometer el pecado y, al tiempo, conseguir que este no manche la inmaculada blancura de nuestra conciencia.
B
6 febrero 2010 — 12:56
Me ha encantado, ¡tiene razón en todo!