La tarde declinaba y el frío, aquel de marzo agradable, comenzaba sigiloso y ladino a entrar por todos y cada uno de los intersticios de la casa, de aquí que, Diomedas Cascallana, la señora de la casa, se apresurara a remover con la badila el brasero que había hecho por la mañana.
Cuando Diomedas salió de debajo de la mesa camilla, una vez removidas a conciencia hasta las últimas ascuas, levantó la mirada a la persona que a su vez la miraba y que se sentaba enfrente. Diomedas sabía, tenía la seguridad plena que, el que allí ahora la sonreía, Torbisquelo Moimoino, era en verdad su marido.
No en vano, murmuró en un susurro inaudible, llevaba casada con él algo más de cuarenta años. Lo que le resultó insólito, extraño, casi sobrenatural, fue la confusión que de repente le había invadido el pensamiento hasta extraviarle éste para, por un instante, por unos segundos terribles, poner en duda lo que acababa de afirmar. Nunca, hasta el presente momento, le había ocurrido cosa igual, nunca le había resultado su proximidad extraña, su mirada lejana, su cara ajena, su voz nueva.
Sin embargo, tuvo que reconocer, volviéndole a mirar, que a Torbisquelo no le había cambiado la cara, si excepción hacemos de las arrugas cosechadas por la edad; si acaso la voz, algo más ronca que la sonoridad que recordaba, la mirada algo cansada, pero todo aquello no dejaba de ser la lógica de la naturaleza que pasa sobre la humanidad de los hombres y mujeres que envejecen en el tiempo.
Torbisquelo era el mismo hombre que enamorado se había casado con Diomedas, joven hermosa y reluciente, aquejada del mal llamado Trastorno Dismórfico Corporal, ese infundio que engaña al cerebro y nos hace pensar, las más de las veces erróneamente, que tal o cual parte de nuestro cuerpo ha sido mal diseñado. Diomedas, sabiendo su estigma, pensó que le había llegado la hora de encontrar la lacra en su compañero, que todo se debía a un enredo de su mente para sustraerse a la deficiencia y endosársela a quien más cerca tenía, que se había casado con él enamorada un domingo de sol en noviembre, donde dos almas gemelas habían juntas aventado a los nubarrones que se cernían para, maliciosamente, interceptar el placentero día -había dicho convencida Diomedes- pues daban el primer paso del largo camino de una vida que habían escogido para vivir juntos.
Luego entonces, se preguntó, ¿por qué tantas dudas?, ¿por qué tales nubes a deshora?, que había ocurrido en estos años para que de repente, el silencio y la oscuridad, ocuparan por entero sus pensamientos referidos a su marido, allí arrellanado, con la cabeza sobre los brazos cruzados que apoyaba en la escueta mesa de la sala de estar, absorto en sus pensamientos que no compartía con nadie, elevado a una estratosfera imposible de alcanzar para cualquier mortal que no hubiera previamente pasado por su situación.
Sentada igualmente la mujer, con la badila aún en la mano, le miró de reojo. Quería ocultarle su pensamiento, como si él pudiera adivinarlo, como si mago fuera para introducirse en sus cuentos fantásticos de Dismórfica Corporal.
Más se dijo, una vez más, que no era él, que se movía al menos distinto, las manos, la cabeza, la risa con la que la miraba, los ojos con los que la adoraba. Le atusó el pelo, los cuatro que le quedaban y que descubrían su calva en toda su extensión. Era, se dijo, la diferencia física más notable desde el día que se casaron, desde el día que se conocieron.
Torbisquelo, mientras, jugaba con las llaves que metía y sacaba de un cenicero inútil desde que, ambos, de mutuo acuerdo, habían dejado de fumar. Les gustaba referirse a este hecho como un logro, pues habían vencido al vicio con la simple ayuda de la sanción verbal que uno al otro se dispensaban si volvían a delinquir, como llamaban al hecho de ser pillados in fraganti, fumando siempre el último pitillo.
Aquel hombre grande llevaba sentado en la mesa camilla, apenas sin moverse, algo más de diez años, sin levantarse desde aquella remota fecha en la que le tiró el caballo que montaba al suelo, ladera abajo, para quedar tendido en el barranco, paralizado todo él, sin habla, boca abajo.
Era Diomedas, de aquí en adelante, superados traumas, operaciones y rehabilitaciones sin cuento, la encargada de llevar a cabo por él cuantos movimientos le impedían su impotencia. Aquellos todos de cintura para abajo que no podía hace, aquellos casi todos, que tampoco alcanzaba de cintura para arriba.
La carga que habían arrojado los infortunios sobre los ya cansados hombros de su mujer era por día más pesada. La dedicación demandada, le era retornada con miradas que le agradecían los esfuerzos, con silencios donde los ojos hablaban para transmitir benditas palabras que no llegaban a ser pronunciadas, que apenas le llegaban las fuerzas para mal respirar.
Diez años habían pasado, diez largos años de penitencia. Así hasta la hora que las faldas de la mesa camilla, mientras la mujer había salido de la casa, ardieron y con ellas la madera vieja. Las ascuas del brasero, más vivas que otros días chisporrotearon hasta que, una chispa perdida incendió el paño hecho de lana virgen, reduciendo a cenizas todo cuanto en aquella habitación existía.
Diomedas Cascallana quedó sola. Respiró al fin sin la carga pesada de todos los días, de todas las noches. Desde aquel momento salía sin tiempo y regresaba sin prisas, a voluntad, a expensas de sus entretenimientos, no había que correr, nadie la esperaba, el mundo, de súbito, había cambiado. Podía respirar tranquila, podía…
No, no podía ser, no podía respirar tranquila, ¿dónde estaba su marido?, ¿dónde se había perdido?, porque ahora, en la distancia infinita, cuando tan solo habían pasado unos días, que a la quincena no llegaba, le echaba de menos. Echarle de menos cuando… las ascuas del brasero brasas de pino resinero y alcornoque, trepidantes, poco hechas, como suspiros de la madera que late de dolor porque su alma de fibra se quema, la madera que siente el fuego que la abrasa, allí dentro, en sus entrañas, cuando supo antes del incendio su propia llama interior.
Apenas tres meses después, cuando ya Diomedas era echada en falta por sus vecinas, cuando ya el habla se había mudado en un lóbrego silencio, que a la explosión de vitalidad había sucedido una pausa infinita, la encontraron tumbada en el escaño de la cocina. Aún las lágrimas de sus ojos no se habían secado, pues la empeñaban los pómulos hasta las mismas comisuras de la boca fría, cuando la encontraron muerta, dormida, soñando acaso con la eternidad.
Cuantos allí acudieron, los mismos que pocas semanas antes habían asistido al sepelio de Torbisquelo Moimoino, aquellos que no habían reparado en cuchichear la falta cometida por aquella mujer que ahora espera sin prisa alguna en el escaño de la cocina, cuando abandono por unos pocos minutos a su marido inválido, aquellos que echaron su lengua a paseo, acusándola de falta de sentido común, alabaron ahora, contritos y arrepentidos, la fuerza que infunde el amor, el amor que cubre la sombra, el amor que tan bruscamente salta de los brazos con los que apretujaba el color, el calor que infundían los recuerdos, aquellos que la impedían vivir.

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