Puntualmente, Federico de los Lampones escribió un somero resumen de las muchas cosas que había hecho en el día. La costumbre, comenzada como pasatiempos a los quince años, se convirtió en necesidad perentoria a la que no pudo sustraerse.
De madrugada, cuando regresaba a su casa, escribía los datos que conformaban su biografía cada veinticuatro horas. Lo hacía sin olvidar detalle, sin coartarse un ápice en reseñar lo malo. Ni siquiera esconder uno sólo de los hechos acontecidos, por más que estos no sirvieran para exaltar su figura, que era Federico, en este punto, afecto a la verdad.
Fue su existencia trepidante, más rápida que el expreso de media noche. Exenta de normalidad donde el sentido común brillaba por su ausencia. Un torbellino de locura se había apoderado de ella, que no respetaba lo prohibido, ni reconocía veto ni traba a sus deseos desordenados.
Con este vivir sin vivir en sí, Federico de los Lampones no tuvo nunca tiempo de repasar, aunque sólo fuera una vez, lo anotado. Se decía sin muchas esperanzas que, en el tiempo de asentar la cabeza podría releer el caudal de letras, pensamientos vertidos y hechos atesorados en aquellas agendas de rígidas tapas negras.
A los y treinta años, quince llevaba escribiendo sus memorias – posiblemente en un momento de cansancio al ver su existencia despilfarrada – abrió la primera de estas agendas, de negras tapas de piel de cabritilla. Pero, ¡oh! sorpresa, allí, debajo de cada fecha – lo único apuntado por su mano – no había una sola línea escrita. Miró sorprendido las restantes agendas encontrando, como la primera, que todas estaban en blanco. Había contado Federico sus recuerdos, los datos que conformarían su biografía, el manantial de sus memorias y el papel le devolvía airado sus hojas inmaculadas.
Aquel hombre, asustado sin duda, pero sin salirse un ápice del curso de su vida anterior, desesperadamente puso en la postrera agenda, el punto final en rojo.
Comments by José Luis Martín