Lento, sin prisa,
el silencio se abatió sobre él,
como la nube que oscurece el horizonte,
nada se oía,
todo era la extensión de un desierto,
yermo y estéril el mundo,
aquel que dejó mi padre,
en su triste despedida.
Por ensalmo cesaron los cantos de los pájaros,
el aleteo de la mariposa,
el chirrido de la bicicleta,
nada resplandecía,
con él se fue la luz de mis ojos,
con él se iba la risa,
brotaba el llanto,
se aparcaba el ruido,
y los oídos dolían de soledad infinita.
Miro la silla que fue suya,
vacía e inútil,
sin nadie que la ocupe,
desvencijada e inerme,
como recuerdo amado,
que deja brotar lágrimas incansables,
triste el llanto de su marcha.
Su cama vacía,
su ropa colgada,
vacante la funda de sus gafas,
todo él en falta,
que todos lo vimos
y nadie creyó su marcha.
Le dibujo en el cielo,
en las noches sin luna,
le abrazo y le beso,
y le echo tan en falta,
que si gritar pudiera,
al mundo asolara,
y a quien me rodea,
sordo le dejara.
Reconocí en sus ojos el dolor ajeno,
la templanza,
la herida que sangra,
en el cuerpo vecino,
la pena y el ansia.
Así fue él,
de tan fuerte se deshilachaba,
por tanto vigor como aparentaba,
era un alma bendita,
un hombre sin traba,
un ser sin malicia,
que el mundo añoraba.
Vinieron después,
los que más le conocían,
aquellos que en silencio le amaban,
y todos a coro,
como si rezaran,
hablaban de él,
y todos a una le alababan.
En las noches, cuando las estrellas,
aquellas que alumbran en la madrugada,
le oigo su voz,
le siento en la piel,
en las manos,
en la cara le siento,
cuando me acariciaba.
Distante se fue,
un ogro de miel,
un hombre,
el ser humano que cerca,
miraba tus ojos y en ellos ponía,
junto a la vida,
la razón de mi alegría.
De bondad tejido, mirándome,
me dijo aquel día,
cuando con los suyos ya no veía,
que marchaba con la vida llena,
que allí me esperaba,
entre un millón de velas,
que él encendería,
para que alumbrando,
mitigaran la espera, de la vida mía.

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