Cuando Felipe Nono, llamado el Apóstata, abjuró de la religión de sus mayores, alegó tres motivos para justificar decisión tan drástica: haber nacido rey, haberse criado rey y estar dispuesto a morir siendo rey por muchas vicisitudes adversas por las que tenga que pasar.
Felipe Nono, sin embargo, no llevó su apostasía al reino. Se conformó con haberla repudiado él solo, que no hizo extensiva su voluntad, ni siquiera a la reina y aún menos a los príncipes, entonces de muy temprana edad.
El arzobispo don Manuel, legado Apostólico de Su Santidad Serenísima Vaticana, acuciado por los hechos reconvino con furor apostólico al rey con la siguiente perorata:
– ¡Señor!. ¿cómo es posible que vos, rey, abjuréis de la religión de vuestros padres y que baséis vuestro descreimiento en naderías, como si fuerais uno de vuestros vulgares súbditos?.
El rey apóstata callaba la invectiva del purpurado sin mover uno solo de los músculos de su cara. El rey, mientas hablaba la autoridad de la Iglesia, convertía sus pensamientos en calderilla y se decía:
– ¿De qué forma es posible aunar mi autoridad con mi falta de fe y cómo es posible que el último de mis gobernados, que no súbditos, la fe le salve cuando a mi no me sirve ni siquiera para este poco tiempo en la tierra?.
El Nuncio don Manuel seguía hablando, viendo el silencio permisivo del rey y creyendo que sus palabras hacían mella en el duro pedernal que era el corazón de Felipe Nono.
– Ya no pensando –dijo- en la trascendencia que para vos supone la salvación de vuestra alma, también y más importante, el ejemplo que dais a vuestros súbditos y como estos, por mimetismo o imitación de su persona, pueden en vuestra estela perder el don más preciado que nos ha dado el Señor, la fe y por ende la felicidad en esta vida y la salvación eterna.
El rey, taciturno, callaba. Con la cabeza apoyada en el puño y el codo descansando en su rodilla, pensaba, como lo hizo antes, como ayer y también como hoy, algunos de los principios de la Iglesia de los que, la misma Iglesia, hacían mofa y ludibrio, cuando con sus actos ponían en solfa todas y cada una de las cosas que enseñaban.
Mientras, el Monseñor le amenazaba con los males del infierno que se extenderían como mancha de aceite, no sólo a los miembros de su familia, “felizmente aún en el seno de la Madre Iglesia”, también a cuantos le rodeaban hasta convertir el reino, en el reino de Satán.
– Si quien escribe en la pizarra –rumiaba el soberano- es más pecador que el que se sienta a escucharle en el pupitre, ¡cómo las enseñanzas de aquel pueden dirigir los pasos de éste!. ¿No es la moral única, no son sus cometidos iguales?. Si convenimos en la certeza del aserto, entonces, la afirmación tanto obliga al rey como al gobernado, al que enseña como al que es enseñado.
Y el rey continuaba, ahora confundido, diciendo: “tanto al zote como al genio, tanto al idiota como al listo….”

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