Allí, en Coscojoso de Arriba, no confundir con Coscojal de los Desamparados, que era y es villa esta distinta y con otros milagros, digo que allí vivía Pánflius del Llano Estéril, a salto de mata, mirando siempre donde pisaba, no hollara, al tiempo. el lugar y el qué comer.

Así se pasó media vida, hasta que una tarde, jugando con el señor alcalde, al que acompañó formando pareja en el juego de la garrafina, resultaron un dúo letal para los contrarios y este, el alcalde, agradecido, que no le gustaba perder como autoridad máxima que era en el pueblo, le nombró concejal de servicios urbanísticos y otras nimiedades o menudencias.

Desde el día de su nombramiento, el sol se alzó tímido ante tanta prepotencia. Si, tanta, que a los meses, pocos, Pánflius descubrió una higuera que daba higos de oro. Y para ella, para la higuera, tanto la daba estar en temporada que no, de ella brotaban higos como setas en el suelo con las lluvias de noviembre.

Fue el hallazgo milagro y fue la culminación del los coscojosos en pleno que hablaban y no paraban de su paraíso recién descubierto. El que hoy no tenía donde caerse muerto, el edil estratosférico, nadaba ya en la abundancia. Era tanta y su generosidad manifiesta que del milagro encontrado permitió al alcalde participar. Ya no eran sólo compañeros de garrafina, ni funcionarios públicos sin oposición, eran la propia abundancia en un pueblo que había vivido siempre lejos de la mano de un ser superior.

Aquí crecieron las urbanizaciones, allá los edificios públicos, un museo sin entresijos, una biblioteca sin libros y hasta dos hospitales para un solo médico. Coscojoso de Arriba se fundió con el de Abajo para así juntar en sus entrañas tres cajas de ahorro y dos bancos, cinco inmobiliarias y novísimas instalaciones de cultura y saltos para la tercera edad.

El mundo de este pueblo, ahíto de buenaventuras, admiraban por igual al alcalde que supo ver y el nombrado que se las arregló para edificar. Así hasta el mismo día que, reclamado por causas mayores, devino en parecido cargo en la capital del municipio.

Con él, Panflius se llevó la higuera de los higos de oro, dejando a su compañero de garrafina sin solución a los problemas que el día a día le iba presentando y que son naturales porque surgen en toda sociedad en franco desarrollo que se precie.

Por estas causas puntuales podía vérsele de vez en cuando o de cuando en vez, ya nabab y omnipotente en su coche oficial mientras el señor alcalde asentía con la cabeza a todo cuanto le era recomendado.

 

– Pero, ¡oiga! ¿Sabe usted como se come el cuento que nos ha narrado, una higuera que sin solución de continuidad florece en higos de oro y que da para tanto sin pedir nada?

– Yo sólo me atengo, mire usted, a lo que me han contado. No quisiera entrar en mayores profundidades.

– Toda su narración es ridícula, carente de toda lógica y sin sentido alguno. A todas luces es una invención, una trama urdida para engañar a los más crédulos. Bien haría usted en callarse.

 

          Y el pobre narrador cobró su último óbolo, si no de la higuera milagrosa, si del bolsillo de Pánflius, el hoy opulento mandatario, en todo momento  pidiéndole perdón por no continuar en el cargo, vista las diatribas y oposiciones que suscitaban sus palabras y lo que sin duda era más importante, no saber jugar a la garrafina.

 

 

                                                                  

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