Así era Tarsicio Temprano, crédulo, sin mal ninguno en el corazón. Durante la vida entera, pues fueron tantos los años que no parece exageración decirlo así, pasó todos y cada uno de sus días – a las 11,25 de la mañana, por la Gran Vía madrileña, a la altura del imponente edificio de la Telefónica- esperando a su amada del alma.

Tantos fueron los años que por allí rondó Tarsicio que, de haber pisado siempre en las mismas baldosas hoy sería el día que podrían reconocerse sus pasos en ellas, al igual que se conocen por sus huellas las enormes pisadas de los dinosaurios del pleistoceno.
Y solo, porque creyó en una promesa sin palabras, echa a volapié, como se matan los toros en las plazas, al paso y sin dejar de andar, después que un soplo de aire, una ráfaga de viento, aquella inesperada que hizo volar lasciva la minifalda de una joven en su camino para ser mujer, aquel encuentro fortuito, el que le vino a prometer, al menos así lo intuyó él, el mismo deseado por rezado séptimo cielo.
De no haber contado su recóndito secreto a su amigo Resquicio de los Mil Amores, -como éste decía llamarse para dar cumplida cuenta de sus infinitos devaneos, que fue inveterado “don Juan de las verdes calzas”, sin otro mayor compromiso que aderezar mentiras para salir al paso de momentos delicados- hoy sería el día que, como en todos los anteriores, desde hace cuarenta años, a las 11,25, ni minuto más ni minuto menos, Tarsicio hubiera estado en la acera de enfrente de las mismas puertas de la institución telefónica.
Enterado al fin Resquicio del mayor enigma guardado, aquel que le contara su amigo con voz grave, de secreto escondido, aquel inveterado conquistador se rió a mandíbula batiente. Nada le importaron las lágrimas del hombre compungido.
Este Resquicio libre, cuando no libertino, no entendía, sino mediante la hilaridad demostrada que alguien, su amigo, aquel hombre que llorando derramaba una desilusión, pudiera, a pies juntillas creer, durante los años reseñados, 40 y 5 días, las palabras que, a vuela pluma, nunca mejor dicho y de forma informal, le dijera aquella joven mujer mientras pasando, le miraba de soslayo.
Los acontecimientos sucedieron de la forma siguiente:
Venía Tarsicio, años ha, como se ha remarcado, de su primera entrevista de trabajo, enfrente de la entidad nombrada, cuando caminando, en dirección a la Plaza del Callao, de frente vio venir a una hermosa princesa de vaporoso vestido mínimo, azul como el cielo y como en el cielo, todo él con estrellas blancas. Un instante antes de cruzarse, el viento dicharachero y voluptuoso levantó la tela por el lado de la luna llena. La niña mujer, que instintivamente percibió su cortedad, le sonrió, frunciendo sus labios en un rictus irónico, socarrón y malicioso.
Ella, la mujer sin nombre, que nadie la pudo bautizar, mordaz y picante, ante la cara que vio de Tarsicio Temprano, rostro de sorpresa, cándida beatitud, ante aquellas concavidades que le habían permitido ver interioridades prohibidas, le dijo ya a su altura:

– ¿Te ha gustado?

Y Tarsicio respondió:

– Sí, mucho. ¿Podríamos repetirlo?
– Mañana, a la misma hora –dijo la muchacha.

Eran las 11 y 25 minutos de la mañana de un agosto caluroso que fraguaba un arcano, una rara avis, un misterio para toda una vida, hoy al fin revelado cuarenta años después que tuviera lugar tal acontecimiento.

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