Del orgullo original de aquel lápiz que fuera nuevo entero y verdadero, en los anaqueles de aquella lejana, por desconocida, papelería donde se compró, a éste, mancado y machacado, que acabo de recoger del suelo, perdido o abandonado, que tanto monta y que tan solo y por mucho exagerar le queda un tercio de su vida útil, va un mundo.
Además, o por mejor decir, menos es aún en su apariencia hoy humilde, que está mordido en su extremo pintado de rojo, macerado a todo lo largo de él, hasta la misma punta de la mina de grafito. Está viejo, cuando aún advierte de su juventud, por más que triturado por la mala existencia tenida, es una ruina, es una reliquia cercana a la muerte.
Lo tomé del suelo, no sin, por un instante, dudar de su conveniencia, que estaba tirado en la misma puerta cerrada de un colegio donde, en aquellos momentos, no se advertía alumno alguno. Por eso, por la existencia de este colegio, supe con cierta seguridad que lo había perdido un estudiante distraído, no una estudiante, pues nunca ellas producen tal deterioro con tan desatento tratamiento. No me cabe duda de que acierto en la apreciación.
Mientras caminaba, con el lápiz ya en la mano, a cuanto estudiante esporádico me encontraba le enseñaba lo que de él quedaba, reliquia al cabo, para acto seguido preguntar, inocente, cuando no ridículo:
– ¿Es tuyo?
La respuesta, cuando la obtenía, que la mayoría de las veces me daban con la puerta en las narices, haciendo oídos sordos, a la vista de tan maltratado utensilio de escribir, variaba poco. La gran mayoría negaba, sin hacer mucho caso, con la cabeza. Más hubo uno, sin embargo, que lejos de responder con un mínimo de educación, dijo despreciativo, mirando altanero tanto a mí como al lápiz:
– ¡Vaya mierda!
Pero no por esta respuesta desconsiderada, de un desconocido lenguaraz, tiré el lápiz. Yo, casi inconscientemente, buscaba dentro, porque dentro llevaba una mina, sin duda de oro por descubrir, por más que solo nos fijáramos en el negro color del grafito, sin, tantas veces, querer averiguar las inmensas posibilidades de que dispone en manos de alguien, hombre o mujer, que de él, curiosos, supieran sacar cuanto aún le quedaba en su interior. Y fue en ese mismo instante, lo juro, cuando oí, o así lo creí yo, las siguientes palabras:
– ¡Tú podías ser ese hombre!
Busque la voz que me hablaba a mi alrededor, pues era próxima, tan cercana como un susurro. Miré entonces a un lado y a otro, más no vi a nadie. Estábamos solos, yo y el lápiz, nadie alrededor. Pero él, el lápiz, no podía ser quien hablara, por eso sonreí, por eso la sonrisa se extendió en mi cara hasta convertirse en carcajada, sin duda pensando todo lo ridículo que era yo, creyendo en meigas y otras zarandajas, o que un lápiz tuviera la capacidad de hablar. Empero, tras la risa nerviosa, volví a escuchar:
– ¡Acaso tú, como mi anterior dueños, sois los dos igualmente un par de zopencos majaderos!
Sostenía en la palma de mi mano el instrumento parlanchín pues de él, ahora ya pensaba sin ningún género de dudas que verdaderamente hablaba, que de sus entrañas malparadas brotaba la voz que escuchaba. Y así era, del silencio que en todo momento guardó, yo venía en traducirle en palabras que me asaltaban como un rayo admira en una tormenta, a veces con la frialdad de los copos de nieve cuando en invierno nos inundan, a veces calientes como hojas de árboles arrancadas por el viento de otoño. Continué traduciéndole:
– Sí, digo bien, majadero. Aquel fue mi dueño memo, pues me perdió en la puerta del metro. No muy lejos de donde ahora nos encontramos, que las personas, lejos de agacharse a recogerme del frío de la calle, me socorrían a puntapiés, hasta pegarme a la misma pared del colegio, de ahí donde tú me has recogido.
– No, no es posible, me dije una vez más, admirado y aturdido, los lápices, lejos de lo que yo ahora creo, no hablan, no dicen ni pio – me dije yo en un nuevo susurro, posiblemente para que él no me escuchara.
– Dices bien, que los lapiceros no hablamos sino a través de aquel que nos saca la música al unísono de dentro, esas canciones que llevamos en nuestro interior, adheridas al alma que deja huella en los mismos trazos que más que escribir dibujamos y que de ellos, de quienes nos manejan, con mayor o menor arte, de sus voluntades e ingenios, dependemos.
Volví a decirme:
– De todo punto me parece imposible todo cuanto me está sucediendo. Debe ser ese momento de duda que dicen que todas las personas tienen una vez a lo largo de sus vidas, debilidad mental, el principio acaso de una nueva vida donde los sueños y las realidades se entrecruzan y entremezclan como prefacio de una existencia que comienza a dar sus postreros pasos.
– No obstante señor –le oí decir nítidamente como si respondiera a lo que tan solo habían sido mis pensamientos- el peonzo de mi dueño anterior, pues como juguete giraba sin ton ni son, allí donde le llevaba el viento, un chiquilicuatro en definitiva, sin otra aspiración que crecer en edad y en desgobierno, pues tanto me mordía como me afilaba que era, cuando se enfadaba, con frecuencia anormal, principalmente en las clases de ciencia matemática, donde por distracción premeditada no entendía lo explicado, pura ira. Por ello me golpeaba contra el pupitre, punta en ristre y sin solución de continuidad, me afilaba una y otra vez sin con tal fluidez y dedicación lo hacía, que apenas en los quince días que estuve a su lado, de su mano, me llevó a la triste situación en la que me has encontrado, raquítico y golpeado, a imitación de cómo estaba su frágil espíritu. Por todo cuanto antecede espero que en nada te parezcas a él.
Ahora puedo decir que sin darme cuenta continué yo hablando la conversación emprendida, como si en realidad fuera el lápiz mi interlocutor y no mi cabeza la que fraguaba la entelequia. Le dije:
– Bueno, pero que es lo que esperas de mí.
El me respondió:
– Mal empezamos, compañero, la pregunta debería haber sido formulada justamente a la inversa. Debería haber sido así: ¿qué es lo que tú podrías hacer conmigo? Porque, amigo mío, yo estoy a tu entera disposición, yo puedo ser aquello que tú puedes haber soñado y no te atreves a confesar por pudor o sabe Dios qué cosa. Ahora, es pues el momento llegado. Los límites a los que puedo aspirar los pones tú y yo, la mina, el grafito que llamáis, que bien puede convertirse en tus manos en oro o bien sea el postrero latido de cuanto pude ser yo y no llegó a ser realidad. ¡Acaso no es el escritor un sueño, la imaginación vertida en una hoja de papel y en un lápiz afilado donde se trazan los jeroglíficos que alumbran vuestras mentes, las cerebros de letras, plasmando una parte del sueño obtenido en la imaginación o todo él, a voluntad! ¿O tú, lejos de tales fines, de tales anhelos, estás de ellos igual de lejos que mi anterior dueño?
– Me pierdo hermano.
-Yo soy, para que de una vez te enteres, el pincel del pintor, la batuta del que dirige la orquesta, la espátula del escultor, la misma gubia con la que desbasta la madera de donde saldrá la figura de un santo o la de un demonio, ¡qué quieres que te diga!, si no sabes comprender esto es todo inútil y solo supone una pérdida de tiempo el seguir dialogando.
– Me estimas en demasía, –le respondí- yo no alcanzo a todo cuanto me dices o me pides. Es cierto que me gusta plasmar mis pensamientos, pero de ahí a que puedan interesar a una parte de la Humanidad existe un trecho tan grande que me siento incapaz de recorrer.
– De los cobardes nada se puede esperar. La valentía, tenlo en cuenta, surge enteramente del alma, en modo alguno mira al cuerpo donde se alberga. Deberías ser más osado y atreverte, las posibilidades van en consonancia con el esfuerzo, con la capacidad también, qué duda cabe, pero más con la voluntad que ponemos en las acciones que nos disponemos a llevar a cabo.
– Sí, tienes razón, pero yo no me encuentro con fuerzas suficientes, esas que tú adviertes que tienen los héroes.
-Para contestar a esto deberías primero leer lo que acabas de escribir. Yo puedo decirte que me ha sorprendido, pues es al menos de mi gusto y éste lo he ido esmerando a fuerza de tanto esperar desde que era madera, desde la misma mina de donde se extrajo el grafito. Créeme, puede ser nuestra colaboración rentable, me gusta, hay madera por las dos partes, mía y tuya que bien encendida puede producir fuego que expanda con el calor la luz y hasta fuegos artificiales que estallen en el corazón de aquellos que tengan la felicidad de leernos. Lee, lee lo escrito y persevera, vas por buen camino. Puedo asegurarte que igual a ti, comenzaron todos los que fueron.
El silencio fue un hecho al releer lo escrito, las páginas con prisa garrapateadas. El lápiz, sin embargo, una vez más tenía razón. Solo se sabe lo que vale un esfuerzo una vez consumado éste y la trascendencia de un escrito cuando al tiempo ha sido dictado con el corazón y guiado por el alma o al menos ha sido en los dos donde las ansias que nos inspiran se han plasmado en el deseado deseo.
Comments by José Luis Martín