Quien haga de la carrera de la vida un circuito sin curvas se equivoca de mala manera. La existencia, es un hecho, tiene tantos matices como a la capacidad del individuo le sea dado contemplar, Sabemos que nacer y morir son las causas invariables que traemos escritas en nuestros genes, con ellas nacemos y con ellas disfrutamos y con ellas padecemos, todo lo demás son guindas que cuelgan del techo del mundo al que nos han traído, sin permiso y sin libro de ruta.
De la ironía apuntada explico un ejemplo. Vivo, real, en el que, el sujeto, aún hoy, todavía no ha salido de su asombro. Este es:
Mi amigo Donato Pinguín, si bien no era rico, ni cosa que se le pareciera, si era un hombre con alma sensible y el menudillo tierno que le gusta, porque también los medios le dan para ello, ayudar al prójimo sin dejar de veranear en la costa cántabra.
No es natural de allí, pero el encanto de las gentes de esa tierra le llenó el alma por lo que no deja de pasar un solo verano sin disfrutar del chalet que se hizo en el término de Castro Urdiales.
Donato lleva diez años de goce y disfrute, un mes al año cuanto menos y algunas excursiones en fiestas de guardar cuando se lo permiten, que es empleado bancario.
Un buen día, paseando a la orilla del mar, divisó, en una colina asomada al Cantábrico, una casita, especie de mirador estrecho y alargado lleno de ventanas con grandes cristaleras, como una galería sin otras pretensiones que divisar desde ella el esplendido paisaje.
La curiosidad le hizo subir la pina cuesta y entrar en el destartalado almacén, garita o como se quisiera llamar aquella aprendiz de casa. Allí pudo conocer al hombre que la habitaba, un viejo y greñudo pintor sin duda, a la vista de los caballetes desperdigados por el suelo de la sala, cuadros pintados apoyados en las paredes, los más a medio terminar, los menos indescriptibles, amén de paletas desperdigadas por los más insólitos lugares y pinceles variados por doquier.
Le saludó mi amigo y obtuvo el silencio por respuesta. Pensó que debía ser sordo además de abstraído como estaba dando brochazos sobre el lienzo que pintaba.
A pesar del parco saludo volvió a los pocos días, lo hacía acompañado de su mujer, María Columbres. En aquella ocasión se añadía al cuadro, al destartalado habitáculo, restos de comida por el suelo, papeles de envolturas varias, lo que hizo suponer a la pareja que la situación monetaria del pintor no era precisamente muy boyante.
El matrimonio, de mutuo acuerdo, extendieron un cheque al portador de 200 euros, lo pusieron un sillón existente y para que la dadiva no pareciera limosna, tomaron de la pared donde estaba apoyado uno de los cuadros terminados y volvieron sobre sus pasos.
El cuadro así adquirido no traspasó los límites del garaje de Donato. Quedó allí, pegado a la pared, en el mismo lugar que, durante los siguientes años, se fueron acumulando los cuadros así adquiridos.
Se dio la nota curiosa, cuanto más extravagante y singular, que nunca intercambiaron una sola palabra con el pintor, aunque éste, pensó mi amigo, agradecido por los continuos detalles, les saludaba con un rictus que parecía sonrisa a media asta y con una ligera, casi imperceptible inclinación de hombros.
Los cuadros, con el pasar de los veranos, se fueron acumulando en el garaje, tanto que debió buscarles otro más amplio acomodo, que le subió la dádiva hasta los 500 euros lo que le llevó a tomar hasta tres cuadros de una vez.
La mujer de Doroteo no cabía en sí de gozo de ver a su marido llevar a cabo tales buenas acciones, pues convencida estaba que sin ellas, el buen viejo se hubiera muerto de inanición, mirando el mar y a las puestas de sol en el bello lugar de Castro Urdiales.
Así pasaron los años hasta el día que, abriendo Doroteo el periódico se topó, en la sección de sociedad, con el retrato del pintor y el triste anuncio de su muerte. Tal era la parafernalia empleada para describir sus logros, tales vítores a su impoluta trayectoria le daban, halagos finales a una magnifica labor de excelso pintor, que mi amigo no podía salir de su asombro causado por tan inesperado acontecimiento, como insospechada resolución.
A medida que leía la información, donde se desgranaban todas las metas alcanzadas por el pintor muerto, Doroteo se pudo enterar de que era un hombre tan importante como poderoso. Rico, sí, pues cada uno de sus cuadros, en vida, fueron todos ellos valorados en cantidades estratosféricas.
Mi confundido amigo, leyendo todo aquello, las personalidades de la cultura que habían asistido a sus exequias, no sabia si llorar o reír, hasta que, abrazado a su mujer, María Columbres, determinó, como fiel respuesta merecida a la ironía con la que la vida le había enfrentado, hacer las dos cosas al mismo tiempo: reír y llorar.
Comments by José Luis Martín