El matrimonio de Artemiso y Davidiana tiene dos hijos idénticos a ellos, hasta los nombres son iguales. La diferencia, es obvio, está en la edad y que estos, los jóvenes, no paran en casa quietos. Es virtud de juventud y castigo del que a su cargo se queda.
En el verano último del siglo pasado, tal como lo venían haciendo, volvieron a disfrutar las vacaciones donde solían. Al norte, entre los países de Cantabria y Vasco, en un pequeño pueblo retirado del bullicio de la ciudad y también del mundo. Todo, porque un día se les ocurrió comprar un pequeño chalet a trescientos metros de la playa.
– Y así –dijo Artemiso – no tenemos otro sitio donde ir, sino éste, del que nos hemos enamorado como colegiales en el recreo más divertido.
Aquí mismo, hace once años, engendraron a los mellizos. Fue un acto impremeditado, una falla en el camino de una vida planificada, un error de tomo y lomo, un lapsus sin explicación razonada, si no se aferra uno a que fueron al tiempo absorbidos por momento tan principal como excelso, que al fin ninguno de los dos estaba por la labor de engendrar y procrearse, de cara al menos al inmediato futuro.
– Eso, la sucesión en familia, -dijo Artemiso- es una añagaza de la naturaleza para perpetuarse en la vida sobre la Tierra y ya, en los momentos actuales, la saturación de seres humanos es evidente y en ocasiones fatigosa, al menos así se demuestra cuando en masa huimos de la ciudad, el lugar de mayor concentración, en busca de la tranquilidad que regalan sitios como éste, en el que nos solazamos y retornamos, como un milagro, a nuestros mejores días de la juventud.
Otro tanto dijo su mujer, más hoy es el día que, mirando para atrás, apenas si logran imaginarse que hubieran sido sus vidas sin la presencia de sus hijos tan queridos.
– La naturaleza, además de añagazas, trampas imperceptibles que pone a los seres humanos cuando éstos corren hacia sus idénticos fines, sin apenas percatarse de lo que dejan a un lado y a otro de sus ojos, perdidos en el infinito y suponemos que ocurre cosa igual a todo bicho viviente sobre la faz de la Tierra, también le gusta ironizar, cuando no reírse abiertamente de quienes tan superficialmente la define – añadió Davidiana, a fin de completar lo afirmado por su marido,
La otra Davidiana, la joven muchacha, mientras, jugaba con su hermano muy cerca de la playa. Esa misma mañana, cuando del agua salieron los hermanos, corriendo ella delante de él, gritando su miedo inventado, su auxilio miedoso de juego infantil, trotando como iba, despavorida de espanto fingido, entró en aquel caserón, en la misma raya de un altozano, en aquel castillo que así parecía a la distancia, por su desmochada torre y sus sombras en la noche de luna sembrando fantasmas, allí donde un pintor recreaba en sus cuadros su pasión, un pintor en edad provecta que daba rienda suelta a su entusiasmo por los colores y las imaginaciones, irrumpió como lava de volcán hirviente, arrasando todo cuanto a su paso se oponía.
Sorprendido el pintor con los trebejos de su oficio en la mano, con la espátula recién cargada de colores y el pincel enhiesto entre sus dedos, alcanzó a gritar:
– ¡Fuera!, críos del demonio, a jugar a otra parte.
Más el daño ya estaba hecho. El ímpetu de la niña atravesó, con su puño en lanza, el lienzo que estaba pintando.
No, el pintor era viejo, si, pero en modo alguno tenía mal viento de levante. Era su temperamento tranquilo, aquel que no se exalta por la más nimia cosa para prorrumpir en exclamaciones y reniegos. Si de esa manera se pronunció fue porque primero Davidiana la joven y después el joven Artemiso que la seguía profanaron su templo, el del recogimiento infinito y con ellos se llevaron, caído sobre el suelo y perforado, el cuadro que estaba pintando. Davidina tiró el caballete y Artemiso lo piso saltando inconsciente sobre él como caballo desbocado.
Don Tiranito de la Estampa, que así de chusco se llamaba el pintor, mal comparó las arremetidas con las de un miura bravo o las de un ciego cíclope, sino por la fuerza de la embestida, que también, fue por el destrozo llevado a mal puerto.
Sobre las losas del suelo del almacén estudio quedó una sirena bebiendo agua del chorro de un grifo con una concha de nácar. Por la cara de la sirena entró el puño de la niña. Sobre aquella faz derramada puso su pie descalzo el muchacho. En un solo segundo se había consumado la tragedia-catástrofe, era el primer segundo el que seguía a tres meses de atento como duro trabajo.
Ninguno de los niños, igualmente asustados por cuanto acababan de producir, despegaron los labios para pronunciar una sola palabra de disculpa, el menor sonido para romper un silencio espeso de acero bruñido. Era la constatación de su desafuero.
Cuando algunos, pocos minutos después de consumada la tragedia, ya en su casa, la madre les inquirió por su silencio, tan desacostumbrado, los dos, Artemiso y Davidiana, los jóvenes, se miraron y guardaron igualmente recogido mutismo, aquel que se deriva de la vergüenza que produce una mala acción cuando tanto la cabeza como el corazón nos dictan lo contrario.
Fue el padre quien logró romper la mudez con circunloquios primeros, no venidos enteramente al caso, a base de justificaciones no siempre con sentido, resolver el enigma. Así vino en afirmar, que el mundo se puebla de quienes hacen el bien y reciben rábanos y quienes haciendo lo contrario llegan a jerifaltes. Pero que los unos y los otros, por estar confundidos, no deben compararse con quienes por negligencia breve llegan a arrepentirse del mal causado porque dentro albergan sus corazones limpios y puros. También, de forma directa, les amenazó con no salir de la casa el resto de las vacaciones, de aquí que Artemiso hablara en catarata desplomada, dijo:
– Esta mañana, de forma fortuita, pues todo lo ocurrido se llevó a cabo sin premeditación alguna –comenzó diciendo el muchacho, con gran énfasis, que así era de rimbombante y redicho- pues llevados por el momento, corriendo yo detrás de mi hermana, ésta, sin duda y sin pensarlo mucho, entró por el portalón abierto de ese gran almacén que se divisa desde nuestra terraza. Resultó el portalón ser estudio de pintor, que en aquel instante dibujaba-pintaba algo parecido a una sirena haciendo brotar de la montaña una fuente de agua clara. Este hombre, pintor, con el pincel en la mano derecha y en la izquierda la paleta, nos amonestó la entrada y nos hizo culpables del cuadro que yo pisé en el suelo, una vez que el caballete lo hubiera derribado Dividiana. Pueden creernos, fue del todo casual la entrada, de forma fortuita, inconsciente y nunca. de ninguna de las maneras, premeditada ni con mala intención.
Artemiso y Dividiana padres, esa misma tarde bajaron a restañar entuertos. Llamaron a la puerta, ahora cerrada con grandes golpes a los que nadie respondía. Cuando cansados desistieron, la voz del pintor les preguntó desde dentro, asomaba su cabeza nimbada de calva floreciente por la ventana truncada de un torreón derruido.
– ¿Quiénes son ustedes y que es lo que desean?
Respondió Davidiana, conocedora que la voz de la mujer aplaca situaciones embarazosas, muy por encima del hombre que es quien normalmente las provoca.
– Señor, somos los padres de los niños que esta mañana le han interrumpido en su trabajo. Queremos compensarle por el estropicio causado y pedirle en su nombre primero las disculpas y después el perdón que no se atrevieron a mentar delante de usted.
Abrió entonces el portón don Tirantio de la Estampa. Dijo Artemiso viéndole:
– Venimos a reparar los daños causados por nuestros hijos y a prometerle que nunca más va a suceder tal cosa.
Respondió el pintor, conocida ya la pretensión del padre, a la que no dio mayor importancia cuanto más consideración alguna, que todo había sucedido y todo estaba ya olvidado y que si mucho le apuraban, más, mucho más se perdió en la guerra, en la última y en la de Cuba.
No obstante y siguiendo las instrucciones habladas con su mujer, sobre la mesa del pintor depositó un cheque con 300 euros al portador, al tiempo que tomaba uno de los cuadros que el artista tenía apilados contra la pared del estudio y tomaba campanudo y despreocupado rumbo a la puerta.
Quiso entonces el desaliñado pintor de bata blanca manchada cortarle el paso, oponerse con el cheque en la mano queriéndosele devolver, mientras intentaba con la otra hacerse con el cuadro que se llevaba aquel desconocido. Al fin pudo más la habilidad de este último y salió de allí, con su señora al lado, como si hubiera robado el cuadro, que así lo parecía denunciar la manera tan precipitada de abandonar el estudio.
En el camino de vuelta, comentando con su mujer el pudor del pintor, que de ningún modo quería quedarse con la dádiva que representaba los 300 euros plasmados en el cheque, ésta se encogió de hombros, dudando de lo que su marido llamó honradez y poniendo, por el contrario, la poca voluntad demostrada por el artista a vender uno de sus cuadros, por más que arrumbados estuvieran contra la pared del estudio.
– Es posible –le contestó éste- más creo probable que le venciera la timidez. No, no sé el porqué no quería aceptar el dinero, a la postre no se le ve precisamente boyante. Todo lo contrario, un caserón en ruinas, por mucho que lo llame estudio y su pobre persona, raída en su vestimenta y esquelética en su desgarbada figura.
– Pienso yo –le respondió su mujer- que hemos cumplido con nuestro propósito, que era el de restablecer el desequilibrio producido por nuestros hijos al invadir inopinadamente la propiedad privada y romper parte de ésta. Quiero pensar que hemos contribuido a que no pase calamidad alguna en los días que quedan de este mes nuestro de vacaciones.
– Hicimos lo debido.
– Esperemos que haya sido lo justo.
Durante el resto del tiempo que estuvieron allí, muchas fueron las veces que el matrimonio, ya en la playa o desde la terraza de su casa, miraban a los niños jugar sin perderlos un instante de vista, atentos siempre para que no volvieran a cometer una barrabasada igual.
Allí, comentaban también, lo impropio de la postura tomada por el pintor, que lejos de demostrar el menor agradecimiento por el detalle que tuvieron con él, replica digna al desastre causado por su vástagos, que al fin y a la postre había sido una obra de caridad, como era socorrer al necesitado, vista su situación y observada su figura ya descrita, lejos de un agradecimiento patente, mostró falso orgullo sin duda, pues así lo demostraba su intención de devolver el dinero en cheque, importe que ellos para que no se pudiera sentir despreciado, tomaron en compensación uno de los cuadros allí arrinconados, sin siquiera mirar su contenido.
– En definitiva, tampoco a conciencia sabemos si no todo se debió a una farsa, una comedia por él representada, como parece ser en realidad, justificando así su orgullo, para no recibir una limosna, por más que ésta fuera de una cuantía muy superior al valor del intercambio realizado.
Y fue entonces, después de estas palabras del marido cuando Davidiana propuso que, si bien el socorro le había llegado como salida lógica de la mala acción de sus hijos, sería hora de extender la ayuda antes de regresar de las vacaciones.
– Al fin, así, vendríamos a demostrar que habíamos tomado conciencia de sus necesidades y que éstas, a la postre, también como humanos que somos, formaban parte de las nuestras.
Volvió el pintor, aún más extrañado si cabe, cuando de nuevo les abrió el portón de su estudio, también se suponían que morada, cuando como en la vez anterior ya se marchaban cansados de golpear el picaporte de la puerta, a preguntarle que es lo que querían con tales prisas. A l unísono le alabaron su labor como artista y el trabajo en el que dijeron haber reparado con suma complacencia y ésa era la causa de venir a comprarle un segundo cuadro con que decorar su casa de Madrid.
Tomó displicente Tirantio de la Estampa el nuevo cheque y lo puso sin mirarle en la misma mesa donde aún reposaban los cubiertos que le habían servido para desayunar, que se veían las pobres sobras sobre un mantel, mil veces roto, de papel, igualmente manchado de pintura, con ostensibles restos de pan, migajas untadas de mermelada de frambuesa.
En esta ocasión, el talón era nominativo por valor de 500 euros. Toda una demostración de desprendimiento terrenal. Artemiso, como la vez anterior, sin mucho fijarse y menos saber lo que compraba, tomó el primero y más próximo de los cuadros apoyados en la pared y ante la cara estupefacta del pintor –que aquel tradujo por admiración y respeto por su demostrada esplendidez- se llevó la pintura.
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Así, de tales formas y hechos fueron pasando los años, en los cuales, al menos dos veces por veraneo, socorrieron al necesitado artista -así al menos estaban de ello convencidos, sin género de duda alguno- y del cochambroso estudio de él pasaron las pinturas al garaje de ellos. Exactamente en la misma posición que los encontraron, de cara a la pared, como infantes revoltosos castigados en la escuela de párvulos.
En total, 27 cuadros de Tirantino de la Estampa, con diversos y variados motivos, desde una Familia Real, de tres al cuarto, por lo que costó, hasta la furia de un Senador, igualmente real, o a media manta, que airado y grotesco expulsaba de sus dominios a los parias que habían venido a usurpar su sillón, cuando por imperativo de su cargo se había ausentado breves horas del lugar donde había plantado sus reales. Había igualmente bodegones con múltiples y variadas viandas en cestos y cazuelas o suntuoso monasterio con el abad bajo hermosas arcadas en su camino a la gloria y hasta un santo con aureola que le nimbaba la cabeza con los colores del arco iris, mientras pisaba la cola del maligno en su afán por preservar el paraíso de todo mal. Por su parte, Artemiso, el único de los cuadros apañados que expuso a su contemplación, sin salir del lugar, el garaje, fue una marina con bañistas y ballena al fondo, en la que destacaba una niña que decía, éste que la colgó, que se parecería a su hija, cuando su hija cumpliera unos años más.
Sí, 27 cuadros en un garaje. ¿Y porqué se acabaron las compras? ¿El derroche de atenciones, dádivas y presentes? Porque se murió el pintor. Como les cuento. Al pie del caballete, a la sombra del cuadro que estaba pintando. Le cogió la satisfacción de su postrera voluntad, como al abad descrito, en su mejor momento, en el sublime instante de asentarse en la estela que lleva directamente a la gloria.
De tan luctuoso suceso, todos los periódicos sin excepción se hicieron eco: “Se ha marchado el mejor del momento” dijo uno, o “Se lleva el privilegio de los mejores colores”, dijo otro y “Hasta su tumba peregrinaran en adelante los futuros pintores” aseguró el más rompedor y el último leído “Se nos ha ido detrás de un virtuoso pincel”. Tan preciada pérdida, decían también, no es para la pintura del país, todos sentirán en sus gustos, cuando no en sus carnes, tan indeseada como cruel y repentina defunción. El mundo entero le echará de menos.
Leyendo tales ditirambos, elogios por doquier, panegíricos y apologías, el matrimonio estupefacto, sin salir de su sorpresa, se miraron el uno al otro sin mucho saber que decirse pues tal era el pasmo, pasmo cubierto, sí, de ignorancia supina, que vergüenza les daba mirarse el otro al uno, tan lerdos, tan lejos de la realidad y tan cerca de la ignorancia. Él levantó los hombros, ella asintió con los ojos. Tirantino de la Estepa, el pintor del socorro en nada necesitaba limosna alguna, se vinieron a decir sin palabras, él les había despreciado con su silencio dejándoles hacer sin respuesta a sus interpretaciones equivocadas. Ella, doña Davidiana, al fin alcanzó a pronunciar las palabras que siguen, dirigidas a su marido arrellanado en el tresillo del comedor:
– Cómo pudimos estar tan ciegos,
Artemiso, por su parte, dijo, con un hilo de voz donde vibraba una contenida alegría, incapaz de encubrirla para ocasión tan lamentable, pensando sin duda en los cientos de millones que valían sus cuadros arrumbados en aquel garaje de la playa:
– Si, pero al cabo, somos ricos. Puercamente ricos.
Comments by José Luis Martín