Cuando el señor marqués de La Politono, próximo a la vejez, puso en venta su castillo, lo hizo con tal desprendimiento que mil personas se acercaron hasta él para comprárselo.

Viendo el noble tal número de aspirantes como se habían dado cita en la puerta principal de lo que era su casa, pensó, no sin razón, que algo que a él se le había pasado por alto, era visto por los demás de forma diferente, al menos con otra perspectiva y lo que era más preocupante, con intereses que a él, en esta hora, no le constaban.

Merced a esta razón, pues con frecuencia se la repetía ¿qué era aquello tan importante que a él no se le había dado ver? Así preguntó al primero de los compradores:

 

– ¡Señor!, ¿qué ve usted en el castillo para haberle movido la voluntad y arrastrarle hasta aquí para comprarle?

 

El preguntado respondió:

 

– Yo, particularmente nada, yo soy un mandado. Vengo como empleado de mi inmobiliaria para tentar el negocio. Es muy posible que mi empresa quiera desmantelar el castillo, dejando acaso la torre del Homenaje por aquello de atraer a las gentes como reclamo exótico y que construya a su alrededor mil pisos para poderlos vender al mejor postor.

 

Obviamente esta razón tan llana no satisfizo al señor marqués. Por eso siguió preguntando hasta que encontró a don Tarsicio, recién jubilado, con un magnífico piso próximo a donde tuvo siempre el trabajo, en medio de la ciudad, claro, en aquel meollo más poblado que le respondió:

 

– Mire usted, marqués, no es que yo esté a disgusto en mi casa, pero si hecho en falta asomarme por las ventanas, las terrazas o los torreones que usted tiene y poder al tiempo contemplar el río, el bosque y la montaña. Sacar mi mano y tocar la lluvia, el sol, el calor o el frío, ver la puesta del astro rey mientras leo un libro o miro a la lejanía y me pierdo en mil divagaciones. Ver a distancia el pueblo cercano con sus luces en la noche, ver la ciudad con su resplandor en lontananza. La paz, la quietud, el trino de los pájaros, todo el sosiego que emanan estos lugares, esas plumas que al corazón llegan para sutilmente acariciarlo

 

Y observando que el señor marqués, como ido, miraba al cielo o una nube con forma de ángel que por allí pasaba, pasando su mano por delante de los ojos que habían dejado de ver, ensimismados, posiblemente en cuanto estaba escuchando, le añadió:

 

– Si quiere, señor marqués, puedo seguir desgranando los motivos que ve han impulsado en venir hasta aquí para comprarle su casa.

 

Don Luis, que así se llamaba el de Politono, una vez que bajó de la nube donde se había dejado prender, le alabó la idea y aún le exhortó a que continuara. Le dijo:

 

– Continúe usted si es de su agrado.

 

Entonces el recién jubilado le repitió lo mucho que añoraba el canto de los pájaros que se filtraba por la ventana de su dormitorio cuando así lo disfrutó de pequeño, que el aire, el sol, la lluvia pudieran de nuevo ser tocados con sólo extender la mano para que el milagro se produjera. Dijo también que la soledad era el más bello de los entretenimientos cuando te sabes ocupado por el corazón y la cabeza y alguien te espera en la habitación de al lado.

Tantas cosas bellas le contó durante aquella mañana y las muchas siguientes que siguieron durante tantos años a esta, que el señor de Politono quitó el cartel con el anuncio de que se vendía su castillo y desde entonces, los dos hombres, disfrutan en compañía de su propia soledad.

 

                                                           

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