El hambre que sufría Naana Maama sólo era comparable a la que pasaban los perros famélicos que rondaban los alrededores de su tribu. Como no se producían desperdicios, los unos -los hombres- y los otros -los perros- se disputaban sus propias vidas. Así, un buen día Naana mató de una pedrada al mejor amigo del hombre. Aquella noche se lo comieron, de una sentada, su mujer y sus dos hijos.
Cuando la sequía esquilmaba la tierra, que era como termino medio, -este año si y este otro también- escaseaban los socorridos frutos de los árboles. Entonces, los pocos que llegaban a madurar había que disputarlos-compartirlos con un grupo de monos catirrinos. Si la falta de lluvia persistía, que era este año si y este otro también, dejaban de encontrarse las tiernas, socorridas raíces comestibles. Ahora se hacía necesario salir al campo y enfrentarse a los buitres, cuando no a los leones, por la carroña que devoraban. Cuando estas fieras conocieron la ferocidad de Naana, ante su presencia huían raudas, temerosas de enfrentársele.
Frente a tanta escasez, Naana, que ya rondaba una edad avanzada con sus 22 años, tomó una decisión. Iría a la ciudad en busca de trabajo. Por la mañana emprendió los cien kilómetros de duro camino a pie; sin dolor, que sólo la gualdrapa de su tripa se quejaba del trajín. Cuándo al fin llegó, ¡oh, admiración!, descubrió, dentro del escaparate de una tienda, aquel milagro encendido llamado televisión. Naana preguntó sorprendido y encandilado: ¿qué es esto? Como nadie le respondiera volvió a preguntar: ¿qué es lo que dicen?

– Nada –le contestaron. Son cosas de los blancos majaretas que ociosos, inventan entretenimientos sin mayores fundamentos para la vida.

Se acercó más Naana Maama, para poder contar a su familia lo que había visto y oído de primera mano. La pantalla vomitaba imágenes sin parar un instante. Se llenaba de tales, hermosos ofrecimientos, que Naana no podía enumerarlos porque desconocía sus nombres. De súbito irrumpieron locos, ágiles bailarines vestidos de oro y plata, con sus gorros de estrellas recortadas mirando al cielo. En medio de la danza, sin dejar de vociferar vio como se tiraban, los unos a los otros, unas redondas nubes blancas con las que se embadurnaban sus caras y sus vestidos bellos.

– ¿Qué se arrojan que tanto les hace reír? –preguntó otra vez.
– De donde sales tú, negro descolorido –le respondió otro negro de tez acharolada– acaso no ves que son tartas de nata y chocolate. Acaso no ves como se relamen de gusto.

El negro desvaído, aunque le dolía la tripa de llevarla durante tantas horas vacía, se pegaba al cristal del escaparate, sin acordarse del hambre, en aras de no perder ripio de cuanto ocurría en la pantalla del televisor.
El negro acharolado, que comía ávido pan con cebolla cruda le adivinó el hambre y sin pronunciar palabra alguna, compartió con él el pan y la cebolla que quedaba. Le mitigó una parte de la necesidad reciente y le regaló, ahora con sentidas palabras, el 0,7 por ciento que no comprendió y una patera esperándole, frágil, mortal, no sin antes advertirle del peligro de cruzar las aguas. “Porque los indigentes, -le dijo- los desfavorecidos por la latitud donde han nacido, cuando llegan vivos, besan de miedo a sus salvadores y se conforman con su hambre, sin descontarla una sola migaja y con volver medio enteros al mismo lugar de donde han salido”.
Aquella noche, Naana no pudo dormir. Tenía retortijones en la tripa donde el pan y la cebolla, a su libre albedrío, campaban sin misericordia golpeando las bóvedas de sus intestinos vacíos. Más con ser, no era este el dolor más lacerante, que le dolía por encima de todo las recién descubiertas pateras, el 0,7 por ciento que no entiende y el derroche de tartas que había visto confundido en el televisor. Pensando en su mujer y en sus hijos, a los que había prometido traer a la ciudad muy pronto, se confesaba sin palabras:

– Es el hambre igual y allí me conforma y aquí me rebela. Es el hambre igual y allí se confunde en risas y aquí, entre extraños, se convierte en cólera. ¿Cómo explicarles el espectáculo lamentable de derrochar el pan mientras se tira? ¿Cómo decirles la indiferencia de sus tripas llenas?

Tras la reflexión, un sueño tenido durante la duermevela donde el cansancio se amortigua en oleadas de ira y templanza, se levantó del suelo y con solo el pan y la cebolla en la barriga hinchada, tomó el camino de vuelta. Buscaba andando las palabras precisas que justificasen su regreso. Ninguna idea llegó a satisfacerle. Por eso, cuando les encontró, rebuscando famélicos entre las cenizas de la sequía, tan solo alcanzó a murmurar:

– Por más que escudriñe no pude encontrar la ciudad. Posiblemente, la tierra hambrienta se la tragó.

Hizo una breve pausa, tomó un poco de aire, que el camino de regreso le había cansado el doble que el de ida y terminó:

– A cuantos pregunté, a tantos como me encontré en el camino, todos sin excepción me aconsejaron que cesara en la búsqueda, que no merecía la pena encontrarla.

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