La llave que se encontró Roberciño de los Alcatraces, inserta en un collar de cuentas de oro, apenas si tenía valor alguno, cuanto más utilidad. Estaba hecha de metal tan ligero como falto de provecho. Por ello, después de sacarla del anillo que la abrazaba, la arrojó despreciativo por encima de su hombro.

Llevada a cabo la demostración y el desinterés, con la misma mano se guardó en el bolsillo de la camisa el collar de cuentas de oro. Aquí si había sopesado el valor de lo guardado.

Santurcio de los Gazulez, que le acompañaba en el paseo, junto con otros dos amigos igualmente jóvenes, pues apenas si llegaban a los 20 años, viendo volar la llave la agarró en el aire. La puso entonces sobre la palma de su mano, la echó un rápido vistazo y con la misma prontitud que lo había hecho Roberciño  guardándose el oro, este se embolsó el vil metal en la faltriquera del pantalón.

 

– Santurcio, hermano, ¿acaso crees que con la llave agarrada se abren las puertas del cielo? – le preguntó el único de los amigos que se había percatado de su acción.

– Es lógico que no –respondió este. Más me la guardo por si de ella tuviera algún día su menester -y bajando la voz, siguió: y porque me pica la curiosidad y porque respeto grandemente el cometido de las llaves que pueden abrir desde la más simple de las cancelas hasta la puerta más enrevesada. Tú lo has dicho, hasta las puertas del cielo o del mismo infierno.

– Algo debe tener cuando sin valor alguno iba en la cadena que a buen seguro era de oro por la prontitud con que Roberciño se la ha guardado sin hacer comentario alguno.

 

Ya Santurcio, cuando la puso sobre su mano, antes de guardarla, ya había visto, en el corazón de aquel trozo de aluminio que era la llave, una letra y tres números. Esta fue, y no otra, la razón de meterla en su bolsillo.

Algunos días después, tras muchas horas dedicadas a resolver infructuosamente el enigma que parecía presentar la letra y los tres números en el corazón de la llave, por casualidad encontró, sobre la mesa de su profesor de gimnasia, una llave igual. Tan sólo los números y las letras eran diferentes. Todo lo demás se resumió en preguntar al profesor cual era la puerta que abría su llave.

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Y tras los días, pasaron los años, diez, para ser exactos. En ellos, Santurcio de los Gazules encontró, mediante los variados y múltiples negocios que fue abriendo, la fortuna jamás soñada. Nadie, con la juventud de este muchacho, podía dar pábulo a su suerte y como esta le había llevado de la nada a una abundancia impensable.

Era ya una persona conocida, no solo por su entorno, que había saltado a las páginas económicas de los periódicos, donde no daban sino cuenta de la admiración que producía su talento, al saber encauzar con tanta maestría  cuantos negocios tocaba. Fue entonces cuando Roberciño de los Alcatraces, por boca del amigo que vio como  Santurcio tomaba del vuelo la llave que él despreció, supo del hecho y alrededor de él, de la llave, montó tal elucubración sobre ella, que el mismo amigo le creyó.

 

– La llave que yo desprecie, guardaba, no sé donde, – le dijo- la riqueza que ahora ostenta nuestro nabab amigo. Con ella, el ahora jefe, ha dado lugar a la creación de tan imponente imperio.

 

Uno y otro, ahora empleados de Saturcio se fueron a él con la embajada descrita. Creyendo a ciegas lo que habían urdido fueron a reclamarle parte de la fortuna que le había regalado la llave y que por haberla encontrado juntos, creían, les correspondía una justa participación.

Saturcio les recibió presto y les escuchó sin pronunciar palabra. Asentía a cada afirmación de ellos y dándoles la razón, tras las muchas explicaciones vino en decirles:

 

– Es verdad que fue la llave quien me descubrió el mayor de los tesoros. Cuando al fin pude abrir la puerta que cerraba, dentro encontré este papel donde podéis leer: “Querido hijo. Todo cuanto tengo te lo doy en la cadena de oro. La llave nada vale, pero guarda la postrera voluntad de tú padre en la carta que te escribió”.

 

La carta, algo abundante por extensa, decía en sus últimos renglones. “Haz siempre cuanto aquí te digo, yo lo descubrí muy tarde, no obstante te lo repito: Mira en todo momento cual es tu deseo, nunca lo pierdas de vista y trabaja con ahínco en él. Lograrás aquellos deseos que te sean propios, nunca te des por vencido de antemano, aunque las dificultades las creas insalvables, siempre hay un momento crucial que nos alerta de que podemos superarlas. Recuerda que los capítulos se escriben de uno en uno y felizmente terminan formando un libro”.

 

– Alguna vez estuve tentado de llamaros para enseñaros este tesoro, al fin quien la firmaba era mi propio padre –les dijo mientras les acompañaba a la puerta de su despacho – más siempre me asaltó el temor de que pudierais reíros de mi, y lo que era peor, de él, cuando entonces nada tenía y la carta, también entonces, no dejaba de ser una entelequia.

 

                          

                                           

 

 

 

 

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