El Superior de la Orden de los Hermanos de la Fe, Venancio Bene, tomó la depresión por los pies y la arrojó, sin miramiento alguno, al cubo de la basura. Que así era de expeditivo don Venancio.
Era la respuesta dada por quien, arrepentido por cuanto había pasado y nunca advertido por él, respondía así a la enfermedad que, sibilina y misteriosamente, había amenazado con apoderarse del cerebro de todos y cada uno de los hermanos que conformaban aquella comunidad.
Venancio Bene, en el refectorio, aquel mediodía sacó a colación la muerte súbita e inesperada del hermano Pancosto. El hombre cuya sonrisa, de la que hacia permanente ostentación sus labios, llenando de alegría los corazones de cuantos formaban aquella familia, al que se suponía carente de todo problema terrenal, había volado con su incertidumbre a cuestas para hundirse en el oscuro pozo del desánimo.
Tras el sentido panegírico, habló de las otras hipotéticas muertes que, planeando sobre sus cabezas, amenazaban ya con dejarles en cuadro. Y de esta manera vino a tomar el problema por las hojas, al igual que se pelan los rábanos, tal cual siempre lo había hecho hasta el presente, bisturí en mano abriendo el “maeltrön” donde se escondía el mal. O lo que era lo mismo, el lugar o sitio donde se fraguan todas y cada una de las disyuntivas del hombre en el mundo.
Hizo entonces mención de su pecado, el suyo si, de la falta de rigor a la que llamó indolencia por no haber sopesado, en su justa medida, las cuitas con las que, muchos de los hermanos llamaban a la puerta de su celda.
Dijo:
– De todo corazón me arrepiento. Con todas mis fuerza debería haber luchado contra las dudas a las que nunca di su verdadera importancia, cuando no trascendencia. Bien pensé que cuantos estábamos aquí, enclaustrados, lo hacíamos llevados por una sola idea, con un mismo fin. Confieso mi error. Ahora se que la duda existe y está alojada dentro de vuestro corazón, perturbando nuestras almas, aquellas vacilaciones que ponen en un brete las razones que os han traído hasta aquí. Para solventar el peligro estamos reunidos, este refectorio nos servirá como confesionario público para exponer cualquier interrogante que tengamos y tan mal sepamos respondernos. Todo aquello que nos preocupe pasará por el análisis de cuantos formamos la hermandad.
Desde aquel día, nadie más ha muerto en el cenobio que no fuera de muerte natural. El diálogo había servido para borrar toda incógnita cuando se pensaba en la existencia del Creador, en las razones por las cuales, aquellos hombres, voluntariamente allí reunidos se habían apartado del mundo para tan solo adorar su existencia.
– La duda, hermanos, es el peor de los pecados albergados en el alma del que se dice creyente –concluyó el Superior de los Hermanos, ahora si, reunidos en la Fe.
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