Doña Cristinita de la Au Alaz, sola, sola en el mundo y en su casa, una tarde ya de anochecida, cansada de esperar, no sabía muy bien a quién, hizo la maleta. Dos vestidos, un par de zapatos y ropa interior y se marchó a la estación.

Tomó el tren de las 24, el último del día y emprendió el viaje deseado, ese largo sin fin, a ninguna parte.

Cris de Au, como hacía desde la ventana de su casa, miraba desde el tren los pájaros volar, las ramas de los árboles donde iban a posarse, los cables eléctricos donde descansaban. Por ellos sentía tanta envidia que toda su vida quiso aprender a volar.

Extrañamente, el tren último, este de la hora 24 no alcanzaba a ver la superficie, por lo que, la buena señora, cada vez que paraban en una estación, sacaba la cabeza para divisar el cielo y así poder distinguirlo de la oscuridad del túnel.

Pese a todo, a no ver con la claridad la luz, a no saber que ha tomado el último de los vagones de un tren errabundo y sin destino, doña Cris, se siente contenta. No ha perdido nunca la fe, aún menos desde que, en el último segundo. alcanzara a montar en el vagón.

Desde su adolescencia, esta mujer decía que la esperanza, ni siquiera cuando está puesta en el infinito se debe perder, porque allí, a aquella sideral distancia, siempre habrá un pájaro posado, mientras otro, aún más bello si cabe, vuela camino del sol, allí donde, ahora sí, el cielo se encuentra al alcance de sus manos.

 

 

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