El mal a Federico Manso se le alojó, salva sea la parte, ya saben, por aquello que el escrito pudieran ser leído o escuchado por aquellos a los que aún la vida no les ha dejado desarrollar el nervio pudendo.
Dicho inconveniente curso con tal virulencia, así lo afirmó el interesado, que ya lo podían advertir hasta quienes legos en la materia, estaban muy lejos de saber la génesis del feroz achaque, pues con solo mirarlo, bastaba para advertir su importancia.
Una vez recuperado, que fue visto y no visto, contaba Federico del doctor que le había operado lenguas y no acababa. La operación, realizada de urgencia, fue llevada a cabo sobre la misma camilla donde don Restituto Rostribañez investigaba el parecido mal, en la ingle del perro que a consulta había llevado el joven.
Le dijo, viendo como rascaba el prurito sin guardarse de la enfermera:
– Valor, muchacho, que aquí no pasa nada.
Y en diciendo esto se puso manos a la obra y diez segundos después estaba el bueno de Federico tumbado donde el perro y quince después radiante y como nuevo.
De aquí que el paciente dijera que fue un médico excelente, siendo como era veterinario, que no solo empleó una depurada técnica en la operación incruenta, si no que también le inoculó tal dosis de fe, que con ella consiguió el milagro de una curación definitiva, cuando bien pensó que le habían llegado las diez de últimas, tal era la quemazón.
Aquí fue cuando intervino la auxiliar ayudante que, para mayor INRI, pertenecía al círculo de amigos de Federico y quien, sin dejar de reír, puntualizaba que, mientras le subían a la camilla, ya habían fumigado al perro, su dueño perdió el conocimiento, no sin antes clamar al cielo y a todos los santos benditos por tener que perder la vida en plena juventud, a dos días escasos de ser un hombre casado.
Aún continuó narrando la enfermera amiga, atropellada cuando no muerta de risa, que cuando no se doblaba por la cintura, se retorcía las tripas, mientras daba cuenta de puntuales y escabrosos detalles de tal peripecia y aún algún que otro grito desgarrador, como se supone que debe ser el que emita el condenado a muerte, y que era traducción del miedo que embargaba al pobre Federico Manso.
La novia del muchacho, que en este tiempo se incorporaba al jolgorio, preguntó, sin saber de la misa la media, de quien se trataba, el sujeto que tanto les hacia reír y que era en realidad lo que le había ocurrido.
Lejos de aclarar la identidad del afectad respondió la amiga:
– Nada, hermana, una garrapata que buscó refugio, todo ello para mitigar su hambre, allí donde la sangre adquiere más calor en los seres humanos y supongo en todos los demás. En ocasiones, si dan con un puritano, uno de esos pirados que ven enfermedades y muerte por doquier, adquieren la categoría de tragedia.
Comments by José Luis Martín