Cuando Irineo Telicuento paseaba admirado por las maravillas que contemplaba, portentos que se le ofrecían en aquel espacio majestuoso a sus ojos admirados, en modo alguno sabía qué le reservaba el futuro en este mismo lugar. Lejos estaba Irineo de conocer la ciencia que dicen y llaman prognosis, el conocimiento exacto del futuro que nos aguarda, de otra forma no hubiera vuelto nunca por allí.

Era el sitio nombrado Cuajaron, sin que nadie supiera por qué, pues si bien el lugar no era otra cosa que un río, al que nadie nunca conoció helado, tampoco nunca se secó. Mas no era éste el centro de interés de Irineo, sino un puente romano de tan solo un ojo, sin embargo tan bello, tan grato, que muertas le pasaban las horas mientras paseaba de un lado a otro por él, sin que nunca su curiosidad se desvaneciera un instante.

Desde este puente se podía ver, unos cientos de metros más arriba, el muro de un pantano igualmente soberbio, con sus aceradas compuertas brillando al sol y alguna vez, raras veces, el agua estancada brillando en el borde de su pared de piedra y cemento.

Con el tiempo, Irineo, que primero se extasiaba mirando la construcción romana y evocando su historia, el puente que ahora pisa, volcó igualmente su admiración por el inmenso murallón, construcción moderna, que era aquella barrera que detenía el agua tan escasa por años y que almacenaba avara cual rico oro en una interminable mina.

En medio de este puente, aprovechando un, a buen seguro, antiguo mirador, alguien, con muy poco gusto y peor disposición, edificó una caseta con cuatro paredes de ladrillos mal puestos, un destartalado tejado de latón, una entrada sin puerta y una ventana por la que mirar al horizonte, sin tampoco nada con qué cerrarla.

Este intríngulis, que nadie tampoco podía explicarse qué era lo que con él se había pretendido, mal construido, sin deleite alguno, en medio de tanta maravilla, ocupaba la mente de Irineo pues era incapaz de quitarse de la cabeza tan negros pensamientos como le asaltaban, por más que esfuerzos hiciera para erradicarlos de la cabeza.

Pasaron en esto los años e Irineo no había semana que no visitaba tan exquisito retiro. Tanto era así que poco le importara el tiempo que hiciera, que lo mismo asistía con sol que con el cielo nublado, que nada se imponía a su devoción y a la contemplación de aquellos lugares que llevaba grabados tanto en su corazón como en su retina.

En tales pasatiempos algunos años se sucedieron, algunos más de veinte que llevaba en tales excursiones, el bueno de Irineo Telicuento, hasta aquel inesperado como maldito aciago día. Era crudo invierno, diciembre por más señas, el frío y el viento enfurecido amenazaban con volar el orbe entero, que a los árboles ya les dejaba huérfanos de hojas cuando no les quebraba muchas de sus ramas, partidas por el feroz ímpetu con el que barría todo el contorno del Cuajarón.

Fue entonces cuando, no encontrando mejor lugar para guarecerse que la escuálida construcción de ladrillo, entró en ella Irineo corriendo, en el umbroso refugio, tan ruin y poco apto para permanecer en él, pues el viento entraba por la desprotegida ventana, por la puerta desaparecida y aún la lluvia, que había comenzado a caer sin templanza alguna, le mojaba más si cabe que a la misma intemperie.
Así aguardó unos pocos minutos, hasta que no pudiendo mas, pues apenas si la ventolera allí dentro le permitía respirar, cuando se aventuró a marcharse, no sin antes mirar por la ventana y ver que, el muro de contención de las aguas del pantano, inmenso, sólido como coraza de guerrero medieval, era empero desbordado por sus filos y un segundo después se quebraba en grietas que, como heridas sangrantes, fueron apareciendo por toda la superficie del paredón.

Toda aquella circunstancia adversa le determinó a salir raudo. Lo hizo en el mismo instante que la desvencijada caseta volaba, primero la chapa de su tejado, después las débiles paredes donde se sustentaba. En un lapso de tiempo ínfimo se derrumbó, llevándose dentro a Irineo y arrastrándole en su caída hasta el río, desdoblado ahora y desbordado en su cauce por las aguas crecidas y en feroz desbandada.
Tuvo Irineo la suerte, así lo debió pensar, que ninguno de los ladrillos, lluvia de ellos, pues se prodigaron al igual que las inclementes gotas de agua, ninguno de tales adobes le golpearan la cabeza, de otra forma, dado su volumen, le hubieran ocasionado la muerte.

De tal suceso pasaron tres días, Irineo fue encontrado en la orilla de aquel río, agarrado a la columna que sostenía el puente romano, cuando los albañiles, que reparaban las grietas por donde se había escapado la mitad de las aguas del pantano, le divisaron.

Irineo se libro del ladrillo que rozó mil veces su descubierta cabeza, más su suerte fue relativa, pues casi seguidamente a la caída, murió ahogado entre las turbulentas aguas y el furor de aquel día tenebroso y aciago.

El amigo de Irineo, éste Tarsicio de la Reguera que en alguna ocasión le había acompañado hasta el lugar, delante de su cuerpo muerto y tendido ahora sobre la hierba de la orilla, ante el silencio de cuantos allí estaban, con palabras cripticas sentenció:

– Parece mentira, que este hombre haya encontrado la muerte aquí, con todo lo que él sabía del lugar. A buen seguro no le mató el hundimiento, se dejó morir con lo que más quería.

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