Presume Blandino Picotán de enfrentarse a todas y cada una de las situaciones que le depara el transcurso de la vida, con la voluntad que nacida del corazón, se adereza en el cerebro y termina siendo la realidad de sus actuaciones en ella.
Picotán es escritor de cierto nombre, ha escrito cuentos afortunados para niños y relatos de miedo para mayores. Anda el literato de la ceca a la meca, sin mucho parar, que es inquieto por naturaleza, buscando acertijos, adagios, dichos y tramas posibles, que adaptadas a su gusto y pluma, sirven después por desigual a sus lectores, que así de diferentes somos y nos pronunciamos.
Para tales investigaciones de temas a tratar se abstrae y camina, porque el andar, dice convencido sin ningún género de duda, le separa de cuanto le rodea, cuanto más intrincada y compleja es la ruta mejor, para convertirse solo y exclusivamente en el investigador que se necesita para escribir y dar vida a sus relatos.
Camina y se abstrae, sí, que en muchas y variadas ocasiones se ha perdido, tanto en la ciudad, entre sus retorcidas calles, como en el campo, en veredas y tortuosos caminos, tanto dentro de sí como fuera, o lo que es lo mismo, ha tergiversado en ocasiones la realidad con sus deseos y ha hecho de estos, sus prioridades.
Siguiendo tras la intrincada estela que le descubre las tramas que después escribirá, aquella mañana dejó el coche en las estribaciones de la montaña, en la penúltima curva, donde la baliza señala el peligro de seguir, el lugar que más cerca estaba de las postreras estribaciones de la sierra de Gredos.
-Las actividades del cerebro –me confesó el día antes de perderse- están en consonancia con las coordenadas donde éste se mueve, en el tiempo que le ha tocado vivir, con prospección, es lógico y natural, de futuro. Pensar otra cosa –añadió- es negar el evolucionismo de las neuronas cerebrales, negar al fin y a la postre, la evidencia.
Blandino andaba por aquellos recónditos caminos, trochas por donde nadie tenía conciencia de haber pasado nunca, entre pinos alvares, tomillos, torviscas y piornales en flor, entre alborotos de pájaros y sus alegres cantos de amanecida, croar de ranas de la garganta próxima, bramidos lejanos de reses perdidas, mugidos de becerros llamando airados a sus madres hambrientos. Era, empero, un paraíso, el segundo, era la encarnación viva de la otra vida, donde, optimista, pensaba que aún sería más feliz.
Así anduvo de aquí para allá, sin rumbo fijo, bajando y subiendo de altozano a adrada velada, de cerro pelado a hondonada umbría, así hasta alcanzar una cumbre mayor, mirar por debajo de ella y ver el mundo a sus pies, vencido. Más sin apenas percatarse de cuanto le ocurría se hizo, al tiempo y de súbito, la negra oscuridad y el silencio espeso, en aquella clara mañana temprano de últimos de junio. Creyó entonces ahogarse, pensaba que se sumergía en un mar profundo y sin límites, de tal manera como si en verdad hubiese abandonado la majestad de la montaña por la que transitaba por las procelosas profundidades del océano.
Un instante después, recobrado al fin el aire que le faltaba, sentado en medio de aquel Mediterráneo de agua, vio, sobre la cúspide de la montaña que tenía enfrente de sus ojos, un espejo tan grande que le impedía, imponente y magnífico, ver el cielo. Allí, en el azogue de aquel cristal se vio reflejado, vio su cara, sus ojos, su frente y sus manos que como si de un prestidigitador se tratara, hablaban sin confundirse.
El escritor Picotán, sin embargo y al mismo tiempo, tomaba apuntes mentales. Se vía ya delante del límpido e impoluto papel, allí donde iba a dibujar con letras y palabras que tanto y tan bien le dictaba la situación, aquellas y únicas e inconmensurables vivencias.
De nuevo la oscuridad se hizo, desapareció el mar, con la misma rapidez como había surgido, las montañas con sus elevados picos lamiendo el cielo, el espejo infinito, tan solo y acaso, pues muy seguro no estaba, escuchaba el ruido de la garganta al pasar, que recordaba haber visto desde el otero desde donde miró extasiado el mundo a su alrededor. Por un momento sintió miedo, acaso y por un instante, vio pasar la ficción en la que se encontraba inmerso por la realidad que le había abandonado.
Grito entonces, desaforadamente, el eco de las montañas devolvía sus súplicas, sus alaridos de socorro, sus voces de poseso. Volvió una y otra vez a emitir tales chillidos, que los pájaros que sobre las ramas de los árboles del bosque descansaban, asustados sin duda, huyeron de la proximidad del escritor gritón. El silencio se hizo como si el resto del mundo se hubiera quedado mudo.
Nunca supo el tiempo que pasó en tales lamentos. Sí, que por un segundo, en el que encierra toda una existencia, los campos a su alrededor se hicieron infinitas, suaves y planas laderas, allí salió el sol y la mies amarilla y madura, doraba el entorno como una premonición de felicidad infinita. Supo Blandino que le llegaba el ángel esperado de la guarda, pues humilde sabía que solo por su intervención sería llevado a presencia de Dios. Al cabo, el escritor había soñado en muchas ocasiones como debería ser el postrer viaje que pone fin a la existencia y esta ensoñación del momento era un calco de lo por el pensado.
Con la luz, de nuevo recobrada, Blandino Picotán se creyó un rey. Volvió el espejo infinito que enmarcaba los pelados picos de las montañas de Gredos, volvió a ver como sus súbditos le elevaban por encima de sus cabezas hasta alcanzar el trono, como le subían en una nube blanca al mismo cielo, una vez desaparecido el espejo y todo cualquier impedimento para ascender hasta los mismos límites de la gloria.
Tres meses después, Blandino recobraba el conocimiento en la cama de un hospital. Milagrosamente, aseguraban los médicos, había sobrevivido a una caída monte abajo hasta el mismo curso de la garganta donde estuvo en sus aguas sumergido durante siete largos días, los mismos que tardaron en encontrarle, puesto que nadie en Coscojal de los Desamparados, su pueblo natal, sabia de sus andanzas, que no daba cuenta a nadie y por tanto donde se podría encontrarse.
Un pastor de ganado, en busca de una oveja descarriada encontró el coche en aquella estrecha carretera, apenas capaz para albergar carros de mulas y entonces, advertidos las autoridades que le buscaban, encontraron el cuerpo allí sumergido, con solo la cabeza fuera del agua y un brazo apoyado sobre le piedra que limitaba la orilla sinuosa del arroyo.
El médico del lugar que allí le atendió, a los camilleros que le trasladaban a hombros en las parihuelas hasta la ambulancia, les reconvino sobre el cuidado exquisito que debían tener con el herido, pues era preciso que hasta el hospital llegara con vida, si es que la ciencia podía hacer algo por el maltrecho cuerpo salvado de las aguas.
-Si es que llega –apostillo sin poderse reprimir el galeno.
Y llegó, por más que nadie, tampoco los médicos del hospital, dieran por su vida un cuarto, que al frío del agua metido durante siete días con sus noches en la carne se le había unido un golpe mortal de necesidad en la fracturada cabeza –de aquí, dijeron, algunas de las inconexas parrafadas que sin ton ni son lanzaba el lesionado a los cuatro vientos, entre balbuceos y lágrimas, cuando no gritos igualmente desmesurados y sin sentido- pese a lo cual se rehízo. Primero con un ligero estornudo que alerto al galeno de guardia, después, con el parpadeo del ojo derecho y por último con la mano que sacó del embozo para tocar a la de la enfermera que había venido solícita para ayudarle.
Blandiano Picotán me contó todo cuanto antecede, aún en la cama del hospital donde entre sus sábanas se recuperaba de todas sus heridas y variados males y donde acudí a verle. Me recalcó que comprendiera muy bien que la parte principal, fundamental de la odisea vivida, se la reservaba para exponerla él a sus lectores en una novela íntima y capaz de enseñar a las gentes las múltiples facetas que tiene la vida, la única y estricta dificultad para su comprensión consistía si es que somos o no capaces de interpretarlas en sus justos términos.
Es por eso que espero impaciente la narración y su lectura, por más que sepa que aún deben de pasar algunos tiempos, acaso años, antes que recobre las fuerzas que le permitan escribir, pues hablar, lo que se dice hablar, no lo ha dejado desde el punto y hora que abrió el ojo derecho, cogió la mano de la joven enfermera, se la llevó a la boca para depositar en ella un recatado beso, al tiempo que la decía, en un desmayado susurro:
-Gracias, amor, te quiero.

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