El hijo del pescador Cipristino se ahogó en la Costa de la Muerte. Según testigos, se dejó engañar por los arrecifes, lejanos y agudos como lengua de arpía, por el mar y las olas en calma, todo ello sin haber averiguado la predicción meteorológica y en fin, por la poca envergadura del pez que, al cabo, le arrastró inmisericorde hasta el fondo del mar.

          Su padre le había advertido, siguiendo a su vez las recomendaciones del abuelo, del peligro que suponía perder la concentración, no ya si estaba pescando, que también, sino en cualquiera de los ordenes de la vida. Enmanuel, que así le habían bautizado, cada día de su corta existencia repitió, tantas veces como lo creyó preciso, las palabras del consejo. Pese a ello, en el momento preciso que debía haberlo puesto en práctica, se olvidó por completo de él.

          Cuando la barca quebró contra las rocas, como consecuencia de las olas ciclópeas que durante toda la jornada habían estado amenazando, un instante antes a Enmanuel se le había pasado por la cabeza que, la perspectiva y la oportunidad, el quid de la recomendación que acababa de desentrañar, van siempre juntas y nunca, nunca, pueden olvidarse, so pena de no haber entendido el contenido del mensaje.

 

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