Durante muchos años, tantos que se pierden en el abismo de la memoria, Coscojal de los Desamparados, pueblo serrano situado en la cara sur de Gredos, al norte del río Tietar, fue considerado por sus gentes como una de las cunas del castellano. En tales consideraciones tenían su lengua y a fe que era mucho y muy bueno lo que se hablaba en el lugar. Por supuesto que esta afirmación para nada desmerece a San Millán de la Cogolla ni al monasterio de Silos.

Pero como casi nunca la felicidad es completa, en el último, postrero tercio del siglo pasado, Coscojal dejó de ser lo que fue y de su cultura, aprendida en los libros y ejercitada por sus gentes en el juego de las palabras, se ha pasado a la cultura de la música… ruidosa. Es decir, se abandonó la lectura, por nociva para la salud -según ha alertado uno de los ediles del Ayuntamiento, las grandes posaderas de los coscojos eran consecuencia directa de sus muchas horas dedicadas al arte de desentrañar las letras- para instalarnos, de hoz y coz, en el “rokódromo” del chillido, del ruido feroz por estruendo y de la zarabanda sin sentido.

Porque lejos está de nosotros zaherir la música y muy próximo está del alma el acorde, suspiro de la belleza, declaramos, aquí y ahora, nuestro amor por esta disciplina, tanto en cuanto reaviva el espíritu como que a la carne infunde pasión. Estamos, sólo y nada menos que en contra de la estridencia y del alarido insutil que produce la sordera, estamos a favor de cuanta música mece al ser humano haciendo brotar de él lo mejor y más caro de sus sentimientos, lo mejor y más caro de cuanto acuna dentro.
La juventud – pues fue en este estamento social donde el virus arraigó con más fuerza, en las mentes más propicias de Coscojal- comenzó a comunicarse mediante ruidos tan sobrepasados de decibelios que muy pronto, a los ojos de los mayores del lugar, estos muchachos se convirtieron en gentes extrañas.

La consecuencia inmediata fue que, la biblioteca, honor y lustre nunca bien ponderada, la sustituyeron por la fonoteca y sus mesas de lectura desaparecieron dajando en su lugar un vano suficiente para “poder mover el esqueleto” al son del desequilibrio acústico. Allí murió Mozart, se extinguió Falla, desapareció Beethoven y erradicaron a Albéniz. Por todos los rincones triunfaron los berridos foráneos, los aullidos autóctonos y los feroces rugidos indígenas.

En olor de multitud surgieron Langostino de Jerez, Pepe de la Costra –el apelativo se lo ganó a pulso y en base al poco apego que demostraba al aseo, tanto en sus conciertos como en su vida diaria- Lechuguino de Getafe y, no de los menos importantes, El Desaparecido de Coscojo.

Era de verse cómo el silencio sucedía a la noche donde el ruido había tenido su morada, cómo las buenas gentes del lugar se cruzaban los unos con los otros sin hablarse, que tenían sordos los tímpanos por maltratados y el miedo al cambio metido en el cuerpo.

Aquella juventud ruidosa y dicharachera se apoderaba del silencio con las primeras sombras y hacían de él el mayor de los divertimentos. Con el tiempo, esta misma generación, sin dejar paso a la siguiente que igualmente se habían olvidado de la sucesión natural de la vida, se les trabucó el habla hasta tener dificultad en expresarse, si no era mediante ruidos y silbidos. Así, no era extraño verles saludarse mediante volteos de brazos acompañados de sonoras estridencias que a borbotones les salían de la boca.
Tales hechos causaron tanta conmoción que, denunciados por el alcalde, el único que al parecer se había dado cuanta de la catástrofe –él mismo que, por pereza mental, había permitido cambiar la biblioteca por la fonoteca- sin quitar ésta, habilitó aquella, mandando al infierno de las llamas a los discos compactos de la Costra, Lechuguino y cuantos zahirientes cantantes, beodos de la vida, se le pusieron por delante. A los chicos y no tan chicos, les exhortó con estas palabras:

– ¡Leed, lechuguinos, capullos ignorantes, lelos modorros, leed! El hombre, para poder pensar – les siguió exhortando-, para desarrollarse intelectualmente necesita del silencio que produce la lectura y el pensamiento. Necesita del silencio y de la paz que emana de la música, necesita imperativamente de su voluntad amplia y férrea que hace que un niño se convierta en un hombre verdadero.

Y se le fue la fuerza, y apenas si le quedó voz, porque contra su costumbre, sin duda por el mucho tiempo que había guardado silencio, se había puesto, poseso, a gritar.

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