Durante gran parte de su existencia, Aristóbulo Niño trató de sumergirse en el pasado hasta sus últimas consecuencias. Para ello había desarrollado un método introspectivo que le permitía dejar la mente en blanco y que ella, la mente, así liberada, buceara infatigable hasta alcanzar los albores de la Humanidad.
Aristóbulo era pues un pensador, un hombre capaz que, en ocasiones, muchas, sentía verdadero miedo al contemplar hasta donde le conducían sus, llamadas investigaciones.

“El miedo, -dejó escrito- surgía cuanto más me acercaba al Creador, El es el principio, era y estaba mucho antes de que el hombre inventara la física”. A través de tales palabras es obvio deducir que Aristóbulo nunca puso en duda su existencia ni tampoco tuvo la más ligera duda de su presencia en todos los órdenes de nuestras vidas. Lo que no llegaba del todo a comprender era el pánico que le brotaba, cuando se suponía que el sentimiento aflorado debería de ser todo lo contrario, el principio verdadero de toda felicidad, pues no en vano estaba, con sus introspecciones, muy cerca de saber o al menos comprender el origen de todas las cosas.

Este sentimiento de miedo llegó a ser tan grande que conscientemente le impedía dejar la mente en blanco y que ella, con el libre albedrío que se le supone, le condujera por caminos ignotos para terminar, como era su esperanza, al lado del Padre Celestial.

Las dudas metódicas del Paraíso Terrenal, de la creación metafórica del hombre y de cuanto nos han relatado, fueron admitidas con la certeza que imponía el miedo referido. Por eso, en vez de ser dirigido por su impulso vital, se propuso marcar las pautas para no incurrir, su mente, en pasajes o paisajes prohibidos.

En una de estas incursiones, Aristóbulo Niño se encontró delante de los ojos de un orangután. Nunca supo como pudo producirse la remembranza, tan solo supo que aquellos ojos que le miraban eran ya conocidos. Se trataba, pensó, del mismo mono que había contemplado en la jaula de un circo cuando, en su calidad de veterinario, había sido llamado para certificar su accidentada defunción.

Siguiendo aquella mirada rebasó todos los límites conocidos, pudo, pues le fue dado contemplar el verdadero principio de la Creación, siempre siguiendo el recorrido que hacían aquellos esclarecedores fanales.

La experiencia era prácticamente la misma que leer en un libro donde los misterios se sucedían a cual más inverosímiles, con cada página que pasaba, con cada miraba donde el orangután posaba sus ojos.

Años y años continuó Aristóbulo siguiendo el rastro de aquella mirada. Descubrió, cree él, la verdad de cómo la Humanidad fue creada, de cómo el Universo apareció a lo largo de un segundo, de un tiempo sin duración, de miles de siglos. ”Era verdad que habíamos evolucionado –lo ponía entrecomillado- desde la propia existencia del orangután y también, que estos, los monos, los que se consideraban puros, cambiaron el rumbo que inexorablemente les conducía a convertirse en hombres”.

Estos por su parte, los hombres descendientes –continuaba- vendrían a poblar los mundos conocidos, pero ellos, en su irracionalidad y ansias de poder, darían lugar a la destrucción de su hábitat. De aquí que, una gran parte de los orangutanes no quisieran seguir la evolución marcada y hubieran preferido vivir fuera de la norma dictada.

Después de estas revelaciones, Aristóbulo fue considerado un loco, más, mucho más, cuando consiguió liberar, de su estrecha y lóbrega jaula, de otro desconocido circo ambulante, a otro orangután y llevarle, ya libre, a un Zoo de hombres, la selva de la vida.

Allí, aquel hombre y este mono se miraban por horas a los ojos, entre el desconcierto y la incredulidad de cuantos espectadores visitantes accedían a contemplar el espectáculo. Espectadores que de ningún modo llegaban a entender que estuvieran manteniendo un intercambio de opiniones, cuando no otras deducciones más trascendentales y complejas.

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