Argimiro Rosbit de Peña Prieta es un manitas en el arte de recomponer desaguisados, propios de su profesión de fontanero. Lo mismo da vida a un grifo pasado de rosca o de moda, como con él, con sus tripas, arregla la ducha por la que había dejado de manar agua.
El bueno de Argimiro no estaba precisamente orgulloso de cuanto le reportaba su oficio, que también, sobre manera cuando algunos de aquellos enjundiosos guisos, como llamaba a sus composturas, que parecían a primeras luces imposibles, el arreglo suponía todo un éxito y su comportamiento posterior en nada difería de cuando nuevos.
De esta manera lo dejaba traslucir entre sus compañeros de profesión que admiraban en él, junto a su entrega y dedicación y una migajita de arte. Que no se puede olvidar que, cuantos utensilios le sobraban de tales arreglos, eran dedicados íntegramente a las composiciones escultóricas que creaba. Era un ejemplo a seguir, decían de este fontanero cuantos le conocían y todos cuantos habían tenido la oportunidad de favorecerse de su técnica y sus vastos conocimientos en la materia.
Allí estaba él cuando se trataba de un imposible, allí sus manos hacían el milagro de dar continuidad a lo que se pensaba era ya un imposible, es por todo ello por lo que gozaba de tal prestigio y consideración, no solo en su pueblo de Coscojal de los Desamparados, también en los de alrededor, al tanto de su magia componedora.
El siguiente orgullo de Argimiro eran sus siete hijos, cosa lógica y natural, de los que hablaba sin parar de las satisfacciones que le reportaban. Como última pasión, junto o del bracete del arte de escultor que tan peregrinamente se le daba, estaba la pintura y sus bellas cuando no enigmáticas composiciones que a nadie dejaban indiferentes por más que tampoco nadie alcanzaba a desentrañar aquello que venían a reflejar sus cuadros.
Por ellos habían pasado sus siete retoños, tantas veces como el pintor los había encontrado quietos. Los plasmó al natural, tal cuales, solo que les recolocó la nariz, la boca y las orejas en lo que llamaba abstracto subido y si bien por cuantos tenían el gusto de admirar su obra no distinguían los unos de los otros, el padre y artista, el fontanero-escultor y pintor, les llamaba por su nombres sin equivocarse nunca.
En el bar de don Sebas, una tarde, durante una partida de tute, con don Laurencio el cura, don Segis Pardo de la Hoz el maestro y Toribio el herrero, se suscitó la siguiente controversia, Más antes de decir cual, debemos precisar que, tanto Toribio como Laureano, aunque casados, no tenían hijos.
Le preguntó Toribio a Argimiro:
– Tú, compadre, ¿de qué te sientes más orgulloso?, ¿de haber traído siete hijos a este mundo o de la labor diaria que desempeñas por estos lares arreglando todo cuanto se descompone en las casas y de la que eres tan alabado?
Argimiro le miró sorprendido, con cara incrédula que no se esperaba del herrero la pregunta que no venía primero a cuento y segundo y principal que era de orden interno, no obstante le respondió:
– Como es natural, de mis siete hijos. Uno a uno, por sus nombres, por sus hechos, por sus cualidades y lindezas y por las bendiciones que sus miradas hacen recaer sobre mi persona. Ahora bien, le añado porque pareces, por las trazas y los hechos neófito en tal materia, que esto no quita a lo otro, es decir que mis logros particulares nada tienen que ver con el milagro de mis hijos, que yo solo soy un instrumento del que la naturaleza se vale para perpetuarse y continuar, útil al fin necesario y sin que pueda yo asegurar taxativamente lo que he tenido que ver con sus distintos caracteres. Ellos son el resultado del portento expresado, el amor de un hombre y una mujer que se ha traducido, después del misterio por ahora nunca revelado, en una realidad tan grande y específica como a la vista está. Mejor que yo lo podría explicar el padre, que al fin y a la postre es cosa de Dios. No obstante o precisamente por eso, poner en la balanza lo humano y lo divino es lógica inalcanzable, por ello diré que, por muy orgulloso que me sienta de los arreglos que hago de los cachivaches rotos o viejos, que al fin es la vida que los humanos podemos infundir a los materiales con los que la naturaleza nos adorna y ayuda, en otro orden de cosas está y así debemos considerarlo, quienes tienen la responsabilidad de habernos creado.
Tal fue la alocución de Argimiro que si bien en sus comienzos habían continuado con la partida emprendida, la intensidad puesta en la respuesta hizo que alrededor de la mesa, todos cuantos en aquellos momentos llenaban el bar, se reunieron alrededor para escuchar tan sabias palabras. Al menos así lo aseguró, el tabernero don Sebas, quien decía a cuantos le querían oír:
– Argimiro, lanza en ristre, como yo nunca había vistió cosa igual, atacó la pregunta y su falta de delicadeza con tal ímpetu, con tal denuedo que dejando atrás sus logros como fontanero y olvidando sus papachuras de escultor y mediocre pintor, se reveló como orador nato, elevando su obra espiritual, ya sabéis, sus siete hijos, por encima de la física, la de chamarilero.
Fue tanta la admiración suscitada, tan hondo el razonamiento, del que muchos de los asistentes se quedaron in albis, que el mismo sacerdote, don Laurencio, mirando las caras pasmadas del mismo don Pardo de la Hoz el maestro y Toribio el herrero, intervino para decir:
– He de confesar, querido Argimiro Rosbit de Peña Prieta que si bien era mucha mi admiración por tu obra terrenal, la material de la que hablas, tengo que confesar que la otra, la que baja de los cielos, esa que también has sabido expresar, me ha llenado de emoción y de alegría. Haber engendrado siete hijos habla del amor que has sabido inspirar, de la confianza en el futuro tanto próximo como es el mañana como de aquel lejano y desconocido que solo verán tus descendientes. Debo asimismo de confesar que si algunos de los aspectos por ti descritos no he sabido comprender enteramente, la culpa habrá que buscarla en mi insuficiencia, porque la pasión que has puesto en tu exposición te inhibe de cualquier error. Por todo lo demás, debo de decir que en conjunto me ha parecido tu disertación propia y solo permitida, cuando no exigida, a un filósofo tocado por el ala de un ángel.
Hasta la mesa donde jugaban se habían aproximado cuantos parroquianos en aquella hora llenaban el bar. Curiosos, sin duda por la enjundia que desparramaban los oyentes próximos, los más alejados inquirían detalles, acaso por eso retomó la palabra el fontanero para sentenciar:
– En puridad, como diría el padre aquí presente, alto, claro y terminante, que en la obra de la creación del ser humano, el hombre, como la mujer, aquel, seamos terminantes, en menor proporción, poco han puesto de su parte para el milagro reseñado. Somos meros instrumentos de los que se vale el Creador para perpetuar la vida en la Tierra. Es por eso que la alegría la llevo dentro, en el corazón que llena por igual todo mi ser, allí donde los milagros alcanzan su plenitud, pero no dejamos por ello de ser el instrumento manejado por el verdadero Ser, éste con mayúsculas, el que infunde el aliento necesario. Por todo ello y no sustrayéndome a todo lo anterior, no dejo de demostrar mi alegría cuando ante la dificultad de algo que parece desvencijado e inútil, inservible al fin de cuentas, a través de mis manos, con la sapiencia adquirida con los años de aprendizaje, somos dioses menores, puedo hacer que de nuevo vuelvan a ser útil lo que parecía muerto. En parecidos términos podría expresarme sobre mis otras dos ocupaciones festivas, la de escultor y la de pintor.
Don Segis Pardo de la Hoz, el maestro, sin hijos, por más que llevara algo más de una década casado, tras las palabras escuchadas, de allí en adelante, dicen quienes de sus lecciones disfrutaban, que tomó mayor interés por su labor docente, cosa que agradecieron sus alumnos aunque ignorantes de los porqués de tal cambio sucedido. El bueno del señor Pardo de la Hoz entendió que en tal faceta de la vida, despreciar toda complacencia de ella era de personas indoctas y sin sentido, carentes en definitiva de alma, la materia sobre la que se construye el ser.
Otro tanto dijo Toribio el herrero, pues desde aquel mismo momento, en el bar de don Sebas, los golpes que con el martillo daba sobre el hierro incandescente se hicieron con mayor contundencia a fin de lograr sus objetivos, así al menos lo expresaba su mujer cuando le preguntaban sobre el particular, es decir, la reacción experimentada por su marido al escuchar la perorata de su vecino Argimiro.
Comments by José Luis Martín