Isidora Carrasclas, cuando anda, lo hace de lujo. Ella no concibe unos zapatos que no destaquen por su altura, por eso es una delicia verla volar, de tan etérea, al tiempo que canta cuando desfila al son de sus admiradores que la ven y la escuchan. Porque hace resonar sus tacones sobre el cemento de la calle como el tambor percutido de un malabarista de la música sacada de una zambomba.

Y si eso sabe hacer con los tacones de sus zapatos, no digamos lo que consigue desde su 1,80 de estatura. Sus ojos de grana y oro se desparraman, junto a su sonrisa partida, para hacer las complacencias de cuantos en su figura tienen la suerte de reparar.

Quienes a ella llegan, los menos por no atrevidos, dicen y no paran. Los más suspiran en la distancia, cual si hubieran visto en su camino, pasar un ángel que les dijo adiós con la mano.

Obdulico que se atrevió irrespetuoso, recibió de Isidora el desprecio de una bofetada dada con el rictus de su boca. A Andresito Poco, con iguales maneras e idénticos propósitos, el apellido se lo dejó en menos y así hasta cien, ¡qué digo cien!, mil acaso. Todos y cada uno que la miraban de sus maneras y belleza extasiados.

Pero Isidora tenía una falla casi imperceptible, un perno mal ajustado en su estructura perfecta. Era zamba, de aquí, gran parte del ritmo exotérico y abstracto que improvisaba, cuando andando, brotaban de sus tacones la música que enamoraba.

No obstante, vista sin pasión alguna, como si ello fuera posible, aquella anomalía mínima, como inclinación real, más parecía gracia que defecto que la afeara. Andolfo Sinergia, que apenas si llegó a percibir la cojera, describiéndola se olvidó de la falla y la atinó en el cerebro. Así dijo:

– Si, señor, tonta del culo.

Y no era verdad, que este, el antifonario, lo tenía conforme a los cánones más exigentes del siglo.
– Querrás decir, Andolfo, poco aplicada –añadió un tercer condiscípulo.
– Erráis –se aplicó en decir un cuarto – ella está muy por encima de nosotros y aún me atrevería a decir de la materia que no escucha en clase. Mas solo el tiempo vendrá para demostrar la veracidad de las palabras que ahora pronuncio.

De Isidora la coja se hacían lenguas a favor y en contra, que así había dividido su mundo, los que estaban a favor y la otra mitad en contra. Los más por verla tan alta y que tan poco se la notara la desigualdad, los otros tratando de ponerse a su altura, que tanta envidia suscitaba que el mundo entero la quería a sus pies.

Así, fueron pasando los años y aquel núcleo de seres humanos se desperdigó por la geografía terráquea y los menos se vieron de cuando en vez y los más no se tenían ni en la memoria, cuanto más presentes.
Isidora Rosalinda, como pasó a llamarse, después de su primer descubrimiento científico, concatenó sus pasos folclóricos, a los que tan aficionada era en llevar su practica a las calles por donde transitaba, con sus saberes, dentro de la más exigente de las ciencias por ella escogida para su posterior desarrollo, la genética humana.

Y, en tan intrincado campo llegó a destacar en revolucionarios escritos cuando aseguró que la ciencia en general, aquella que daba lugar a los grandes descubrimientos, pese a todo cuanto se había dicho que prácticamente y tan solo quedaban por descubrir rudimentos sin mayor trascendencia, ella aseguraba que estábamos de verdad en el principio de todas las cosas.

Razón tenía, que el tiempo vino a demostrar su teoría cierta y cuan cerca se encontraba ella de tocar con la palma de sus manos aquellos intríngulis que con tanta capacidad imaginaba su cerebro. Pronto hizo patente cuanto anunciaba, pues vino en descubrir el lugar donde se alojaba la envidia humana, en el parietal derecho del cerebro, por encima mismo de la oreja, dicho así, grosso modo, para trazar un mapa del lugar que todo el mundo pueda localizar. Demostró que el ser humano no nacía con ella, con la envidia, que ésta se venía a desarrollar con los años en los que se expandía como ser que se integraba en una sociedad regida por el socorrido dicho del “quítate tú que me pongo yo”.

Determinó con escrupulosidad la parte del cerebro que acogía tan lamentable pecado y aún especificó más, pues si bien en el hombre la envidia, revestida de rivalidad, estaba situada por encima de la oreja derecha, en la mujer, tal hecho se producía en la izquierda y por debajo. De aquí que en ellas la desazón, el prurito ciego, se tardaba más en ser reconocido, pues era siempre algo más sutil cuando no inteligente.
Añadió, para rizar el rizo, que el hombre público, el político por excelencia, el ser por antonomasia, pues supo dominar a sus semejantes dándose la irónica paradoja de presentarse como su servidor, que en éste, la envidia, era la mejor de sus virtudes. No estando aposentada ni arriba ni abajo de la oreja izquierda o derecha, sino en la lengua, de ahí que, algunos de los nombrados, no duchos en la materia, se trabuquen y confundan y lleguen a decir hoy lo que negaron ayer o viceversa.

No fue este el logro más conseguido, por más que sí, el más vitoreado. Hizo también hincapié en la intolerancia, como un pendiente que se ajustara al extremo inferior de la envidia y con las mismas características de izquierda o derecha en hombre que en mujer dicho. En aquellos momentos estudió también la posibilidad de que todos los niños que accedieran a este mundo, a él lo hicieran con el consabido pan debajo del brazo, así como una plaza asegurada en la contemplación del horizonte de la vida, cuando el sol se escapa por el cielo infinito y relajados pueden contemplarlo.

Y hubiera seguido aportando su innegable materia gris en la consecución de tan positivos logros, resolviendo los enigmas que se plantean en el vivir diario, si no se hubiera cruzado, delante de ella, cuando ya el canto de sus zapatos era una entelequia guardada en el recuerdo, aquel Andolfo Sinergia, que de nada pasó a relumbrón, llevado por la autoridad que le confería, haberle nombrado sus convecinos, el primero de sus presentes.

Aquella unión que se supuso perfecta frustró empero lo que pudo ser una vida plena, dedicada por entero a la investigación.

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