Cuando doña Romualdiña, que iba distraída, quiso mirar atrás, don Bienvenido Rafe, su marido, se había producido en espíritu.
Le pilló el tránsito sin mayor cuenta y a traición, mirando el ilustrado retrato de una señora que le alegraba el ojo, en coritas, en un libro de historias livianas.

– ¿Cómo sabe usted tantos detalles, si apenas la esquela recuadra un octavo del ABC?
– De oídas, mire; de oídas. ¡No te digo con la preguntita!
– Perdone, de saber que se iba a poner así, no se me hubiera ocurrido interpelarlo.

Se desplomó don Bienvenido, como talego en tierra, higo madura en higuera ubérrima, como gustaba decir a su viuda, cuando le daba por la retórica. Se desplomó sin ruido. Al dejar atrás la caseta postrera de la Cuesta Moyano, donde acababa de adquirir –que era consumado lector, impenitente y tenaz- junto al Avellaneda impío a la sombra penitente del Quijote, una vida, autobiografía, jocunda y jaranera, de Estebanillo González.

– La gente se muere en cualquier momento y sin mayor reparar en el lugar. Se conoce que las parcas buscan encontrarles descuidados o bien atareados en otras cosas que les empaña el sentido.

Doña Romualdiña enterró con lágrimas y como Dios manda, al difunto de su marido, cerrando capítulo, al tiempo que el ataúd. Y abriendo, igualmente al tiempo, el libro de una nueva vida.

– ¿Venganza al cabo?
– Quite usted. Le pasó que, al despreocuparse, que don Bienvenido era muy suyo y la sometía a continuos tragos, al fin encontró tiempo para ella. Y miré usted por donde, empleó este en singular ocupación.
– ¿Y fue?
– Leer. Tomó a pecho la vida y la obra escrita de Estebanillo y se la echó con deleite al coleto. Desde entonces no hace otra cosa que hacer que ir y venir a la Cuesta Moyano, visitar con curiosidad renovada las casetas de libros y encontrar en ellas, mil oportunidades para llenar la semana de ilusiones.
– Todo, empero, se lo debe al bueno de su marido, que bien pudo morirse en el mercado de pescado de La Latina o el de la carne de Pozuelo de Alarcón, por poner ejemplos próximos. Hacerlo en la Cuesta Moyano fue sin duda un detalle para agradecer al muerto.
– En Pozuelo, para que usted lo sepa, no hay un mercado específico de venta de carne. Ni mercado que se le parezca.
-¡Peor para ellos!
-Vamos, que doña Romualdiña se hizo una experta, dejando la disquisición anterior y que a ninguna parte conduce.
– Tampoco es eso. Doña Romualdiña nunca fue una experta bibliófila, para que lo sepa. La buena señora, libro que pillaba, texto que se leía, desde la cruz a la raya, ¡oiga! Y aún desollaba el rabo en acotaciones precisas de los pasajes que más las gustaban, de las palabras que no comprendía, por si en el repaso, la daba la gana saltarse algún párrafo o alguna línea, que ya se había aprendido de memoria.
– ¿Le dio por los libros de caballería o por la literatura heroica?
– Ni lo uno ni lo otro. Por más que los géneros mencionados vayan imbricados, como las hojas de las piñas. Por igual abrazaba el pícaro hacer del Lazarillo que era, como ha quedado reseñado, de su apetito literario, como escabrosidades sin cuento, dibujos y pinturas muy del gusto de su marido muerto. Le tiró, ¡mire usted a qué altura de la vida! Por lo erótico. Y en tales páginas y libros se dejaba todo los posibles que le dejara el difunto.

Cuando en los años 80, doña Romualdiña dejó este mundo, sin prisas, por más que lo hiciera lozana, ya que por ella no parecían pasar los años, todo el caudal literario comentado y acumulado en su casa devino en la Cuesta nombrada. Allí, por lotes, salió a la venta, siendo adquiridos, los erótico-festivos, en su totalidad, por un fabricante de automóviles que pagó por ellos la friolera de 950.000 pesetas.

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