Cuando Paulo Pedrus entendió que su vida podía cuantificarla en segundos y que, por muchos que fueran estos, con la rapidez que pasaban, con la aceleración en la que se perdían en el tiempo, su existencia al fin, bien podría ser resumida contando con los dedos de la mano el tiempo pasado y por venir, a punto estuvo de perecer angustiado y confundido.

Igualmente se extrañó, con incomprensible rebeldía, saber que nada podía hacerse para volver atrás de los acontecimientos impropios, dando lugar así a rectificar aquello que fue mal hecho. Esta impotencia que no permitía el arrepentimiento le volvió en contra de todo cuanto le suponía vivir, de todo cuanto le pudiera haber supuesto la felicidad en la tierra que habitaba.

Paulo, joven aún, envejeció en tiempo record. De tanto barajar la duración de la vida acortó esta. No entendía que, una cosa era la existencia y otra bien distinta medir su duración.

Fue infeliz porque nadie, aquello que se aprende por lógica sólo en tramos de sucesión de la vida, le ayudó a comprenderla. Pasaba los días el hombre contando los segundos que tenía un minuto, los minutos contenidos en una hora y así se sucedían las horas para después reducirlas en complicadas multiplicaciones sin fin en segundos-

Reducía la alegría de abrir los ojos, de sentir el agua de lluvia sobre la cabeza, el aire que acaricia mientras nos despeina, la luz y las tinieblas, en suma la verdadera multiplicación de los días en los que los seres humanos encuentran la felicidad sin perderse nunca en vulgares matemáticas de principiante.

La distancia, igualmente, la contó, no en kilómetros, sino en tiempo de segundos desgranados con los dedos. Había, sin él saberlo, emprendido el camino por el que se vuelve al principio.

 

                                                  

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