Frantuche Frantoche se miraba todas las noches al ir a dormir en el espejo de su alcoba. Delante de él se sonreía, tímidamente, elevaba los ojos al techo, como si los elevase al cielo y dando gracias por el día que se acababa, se metía en la cama.

Así lo hizo el hombre desde la edad de quince años que se le ocurrió, hasta ayer, que cumplió treinta y dos. Hoy, al mirarse en el espejo, tras una duda interminable, no se reconoció. Tanto era así que tocó con las manos desnudas el cristal del espejo, para cerciorarse que en verdad tocaba un vidrio barnizado de azogue. Frantuche, incrédulo, ya que no se podía creer lo que estaba viendo, por más que tardara en reconocerse que era él quien colgaba por el cuello de la rama del árbol del que pendía la soga.

Cerró los ojos una y mil veces, no tenía que estar ocurriendo aquello que reflejaba el espejo, sopena, se dijo, que se estuviera volviendo loco y a su imaginación llegaran fantasmas, espectros imposibles, visiones dantescas, un cúmulo de sombras amparadas por la luces que irradiaba la oscuridad. Para demostrarse a si mismo que todo se debía a una perturbación pasajera comenzó un juego, simple, capaz de retraerle a viejos momentos de la niñez donde entretenía su tiempo reconociendo por sus nombres cuantas cosas estaban a su alrededor. Así enumeró presencias y recuerdos en su casa inmensa y solitaria. Empero, ahora contó: un oso de peluche, que no recordaba y que, milagrosamente recobrada la vida, se ponía en pie sobre sus patas traseras y con las manos golpeaba las suyas que se mecían en el aire, colgado como estaba por el cuello de aquel árbol inmenso. También vio en el espejo un mar proceloso donde un pingüino inquieto tocaba un piano de cola, una sirena rubia cantaba a la luz del amanecer y todos ellos estaban acompañados por una ballena que sacaba de una armónica gigante notas tristes por la ausencia de su compañera muerta.

Frantuche recorrió entonces con su mirada aquel cuadro desconocido, lo mismo intentó hacer con los recuerdos que se le agolpaban por momentos en la frente, aquellos, se repitió, que le harían recobrar la cordura perdida. En vano, se confesaba ya loco, ido al menos, un desconocido que encarnaba su propia persona.

Cerraba los ojos para no divisar el carrusel de extrañas cosas que cruzaban por aquel espejo maldito, para no ver su cuerpo sujeto por el cuello a una soga prendida a un árbol que ahora ocupaba la totalidad del espejo, que inmediatamente después se esfumaba escondiendo su maldad entre el marasmo de cosas absurdas reflejadas, para inmediatamente renacer como el ave fénix de sus cenizas.

Fue entonces cuando Frantuche miró su conciencia, la maldad que su cuerpo podía reflejar sin él saberlo, que era factible albergar dentro desconocidos como malvados pensamientos sí, desconocidos, pues era un hecho que cuanto le estaba pasando se debía a un mal encubierto, al preámbulo de una brujería maldita, sí es que, él mismo no estuviera satanizado hasta el punto de no saberse controlar sino dentro del azogue que guardaba el cristal convertido en espejo.

De repente encontró, rebuscando en lo más hondo de su ser, la soledad no confesada y si sentida en todos y cada uno de los resquicios de su alma. Aquella indefensión del espíritu perdido en el marasmo de la vida, su incapacidad, se dijo una vez más, al fin, haber perdido el amor, la amistad e ignorar el modo adecuado para recobrarlas.

Volvió entonces la luz a su mente ofuscada, el recuerdo de ella, de su amada, la Venus hecha de espuma y de lágrimas derramadas por la huida y su ausencia. Volvió él, el hombre sobre el que su cansancio descansaba, igualmente tragado por la voracidad de la vida y se arrepintió del tiempo desaprovechado.

Notó Frantuche como si alguien, cuando renegaba de su soledad, cuando maldecía al demonio de la ira y de la incomprensión, quisiera volverle a ver y estuviera entonces ocupado en borrar en las esquinas del espejo, como si los fantasmas allí albergados, comenzaran a disiparse, a desaparecer.
Se levantó de la cama donde estaba a medias sentado, a medias echado, allí donde el miedo le tenía recluido, el absurdo y la confusión que le habían arrojado como trapo roto e inservible, se levantó con ímpetu tal, decimos, que, al modo de orangután airado se golpeó el pecho con los puños al tiempo que clamaba por el amor extraviado, por la amistad olvidada y en los mismos gritos condenaba el fuego del infierno donde se hallaba sumido con el mismo agua del mar donde la ballena inútilmente quería tocar la armónica pues desaparecía éste con sus aguas derramadas sobre la hoguera en llamas.

La rama del árbol de la que colgaba, entonces, como si bien fuera un brazo perezoso se desmayó hasta hacer tocar los zapatos del ahorcado sobre la tierra, hasta depositar los pies de Frantuche en el suelo. Él mismo se quitó del cuello el nudo corredizo, la soga con la que intentaron estrangular su vida y arrojándola al infinito, de nuevo se subió a la cama para poder gritar, más fuerte si cabe, el nombre de ella, el nombre de él. De esta forma logró borrar todo vestigio de locura de su mente y del espejo perverso.

En la mañana del día siguiente, muy temprano, alguien llamó a su puerta. Frantuche, desnudo como estaba, salió a recibir a Crantona, la Venus de ojos de hurí y a su amigo Roberson, los dos, dijeron, radiantes, habían tenido el mismo sueño que les había empezado a contar Frantuche entre risas y espasmos.

La soledad era el motivo y la locura sin fin. Por todo ello estaban allí, querían hacerse perdonar sus ausencias, incomprensibles, sus modos, sus maneras, sus malditos olvidos, todo aquel cúmulo de la vida en un soplo, donde el aire juega con los sentimientos de los verdaderos protagonistas.
Crantona vistió la desnudez de Frantuche con sus labios de grana y arropó el frío de su alma con su propia desnudez, al tiempo que pronunciaba palabras tales que, de haberlas escrito sobre papel perfumado, bien hubieran podido completar cien versos de amor, un libro de hondos pensares y remordimientos, una fábula con final feliz.

Por su parte, Roberson le acariciaba con la mirada y con ella y sus lágrimas de felicidad, compusieron un soneto donde podía escucharse nítidamente que los tres renunciaban a la soledad para el resto de sus vidas. Sonaba a canción el estrambote, no en vano estaba compuesto con las letras que conforman los acentos que salen del corazón.

Frantuche, sin dejar el abrazo, que al fin reunió a los tres, les fue hilando en palabras entrecortados como su miedo a haberles perdido para siempre hizo que él se reflejara primero en la faz del espejo, la locura y después en su mente, desde donde transmitió su llamada desesperada.

Desde entonces viven juntos. Amigo y amante, los tres. El primero afirma que sabe tocar la armónica que quitó a la ballena blanca, el segundo el piano al pingüino. En verdad ninguno de ellos sabe arrancar una sola nota de sus instrumentos robados. Frantuche y Cratona, amantes al fin, apenas si juntos respiran cuando separados se ahogan.

La felicidad de aquellas almas juntas borró del espejo la angustia, limpió de su faz la soledad de tres almas reencontradas.

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