Aniceto, ¡quién lo iba a decir! se aburrió de la vida de un día para otro. Parece ser que llegó a tan drástica como trágica decisión en el mismo instante y hora que hizo recuento de ella. Hasta entonces, hay que decirlo, no había pensado en nada absolutamente y menos en que puñetas hacia él en este mundo traidor.
Siempre había creído Aniceto Pocometo Gañán que era nocivo pensar, pues así se lo había advertido su padre y el padre de su padre, al que tenía en mucha estima y consideración, pues aún sin salir de casa, sabia a ciencia cierta el tiempo que hacia fuera, sin tener por ello que reparar en los hombres del tiempo, pues decía, con razón que le sobraba, que todos ellos los tenía él repartido en los intríngulis de sus piernas.

El abuelo le dijo en tono genérico, dando al tiempo con su brazo derecho un giro general a la situación mientras afirmaba que, “todo esto, no merece la pena”. La expresión, no la echó Aniceto en saco roto, ¡estaría bueno! Aunque por tener en aquel entonces mucho que hacer, no pudo profundizar en la honda filosofía escuchada.

Pasado un tiempo relativo, sin que nada en su vivir cambiase, que así de imprevisible era el hombre, hizo de la rutina pecado diciéndose, como le había enseñado su abuelo y este a buen precisar el suyo: “a buen seguro que nada en esta vida merece la pena”.

Como el bueno de Aniceto no estaba casado, que permanecía célibe por voluntad y porque en su pueblo de Coscojal de los Desamparados no había en aquellos años con quién, ni quien le mirara, no tuvo en consecuencia descendencia y no pudo testar en ellos la herencia recibida de sus mayores, de aquí que a voces se repitiera para si y para cuantos le quisieran oír, que iba por la calles cantando la letanía aprendida: “nada, de cuanto llevo conocido, merece la pena vivirse”.

Una mañana, sin otra cosa que hacer que desempeñar la rutina diaria, se quedó ex profeso en casa y pensó, en profundidad, largo y tendido, que le dio pena levantarse de la cama, que era mejor hacerse, mientras pudiera, su propia sepultura. Nadie mejor que él – se dijo- para poner cariño en lo que iba a ser, o al menos debería ser así, una mansión para toda la eternidad, la morada definitiva.

Empero, aquel día, por encontrarse algo cansado, que se le habían echado las campanadas de la media noche encima, lo dejó todo para el siguiente y así también para el siguiente, porque era mayormente domingo y fiesta de guardar el lunes y así, de esta sutil manera, continuó 54 años y medio más.

En este rato, como quien dice, no obstante, no se le iba de la imaginación lo aprendido, la frase de su abuelo que había esculpido a buril dentro de su cabeza y en el dorso del corazón, así como en cada uno de los poros de su cuerpo, por eso, en el día de su santo del año que cumplía los 82, tomó pico y pala y dispuesto, se dispuso a hacer lo que había demorado durante tantos años.

La edad sin duda, pues ya se ha especificado que solo días le faltaba para cumplir los 82, le hizo ir despacio en la conquista de su cometido, muy despacio para conseguir el fin planteado. Pero los años, también lo supo entonces, no se cumplen en balde y, acabada la jornada, pues le entró hambre en la mitad de ella, apenas si, fijándose mucho se podía apreciar que había arañado la tierra con el pico, que la pala no llegó a emplearla para excavar la sepultura que se había propuesto horadar en el suelo.

Previamente se había dibujado un croquis minucioso de lo que debía hacer en cada jornada, al cabo se había ilustrado en los planos egipcios para levantar sus pirámides y lo que era más importante, lo que ellas contenían. Así trazó un rectángulo generoso de dos metros y medio de largo por metro y medio de ancho y aún a él le pareció en la anchura angosto, dado que era un hombre, Aniceto Pocometo, de una gran humanidad y corpulencia, adquirida con los años y el buen yantar, del que no se privaba, dado el escaso tiempo, decía no sin razón, que se vive.

En consecuencia, el dibujo lo trasladó hasta el huerto de su propiedad, aledaño de su casa, exploró el terreno y lo encontró idóneo debajo de un achaparrado granado de dimensiones colosales y de sombra fructífera y refrescante en verano, cuando el calor apretaba ¡y de que manera!, en Coscojal de los Desamparados.

Pronto se dijo que continuaría al día siguiente, que había más longanizas que días, además que, para menester tan delicado, pues así al menos se le hacía a él, que los apresuramientos nunca habían sido buenos para nada y mucho menos para el fin que se proponía llevar a cabo. No obstante, se juró que a la mañana siguiente, con la fresca y aún con el recencio continuaría la tarea y que nada y menos nadie, le harían desistir de ella. Además, se dijo también aunque sin palabras, tampoco era tiempo de esperar otros cincuenta o más años.

De esta forma, al día siguiente, muy de mañana, tal como había prometido, con su pala y su pico a cuestas y la cartera con los planos debajo del brazo, se encontraba sobre el rectángulo marcado y apenas si mancillado del trabajo en él realizado el día anterior. Picó entonces con denuedo, tanto fue así que casi levantó un palmo de tierra en toda la extensión de la figura geométrica nombrada. Mas cuando le llegó el momento de usar la pala, para vaciar de tierra lo excavado, le faltaron las fuerzas, se encontró tan exhausto y extenuado que se dijo mirando, entre las ramas del granado al cielo:

– Para mañana el resto y nadie me hará desistir. ¡Lo juro por lo más sagrado que hay en el mundo!

Y ya sin palabras, sin dejar de mirar a lo más alto, repitió la exclamación oída a sus ancestros más allegados, padre y abuelo: “nada importa cuando no hay nada que verdaderamente valga la pena”.

Descansando en casa, sopesando lo poco que le faltaba para la despedida final, comenzó diciendo adiós a todas las cosas que le habían sido próximas, el aparador, la mesa del comedor, la garrota que fuera del que levantó la casa con sus manos, la cama, un cristal que separaba la casa del cielo por donde lo mismo se filtraba el sol que entraban las estrellas de la noche y un ventanuco, aquel desde el cual, se pasaba las horas muertas contemplando el ir y el venir, sin ton ni son, se decía sin mucho pararse a sopesar sus palabras, de las gentes del lugar. También se despidió de la escudilla donde se servia la comida del puchero donde cocinaba y recordó entonces, con desconchón dentro del alma y dolor difuso por no saber donde depositarlo, a su tía abuela, Aldearica de los Gañanes y de los Gandules, con la que se crió al haber perdido a su madre en un parto difícil y poco socorrido, ya que había muerto la partera del lugar justo el día antes.

– Parece mentira –dijo- pero ahí. -se repitió señalado tanto al plato como al puchero- estás tú, como si nada, y aquí estoy yo, casi en la nada o camino de ella. No sé si me expreso.

Aniceto Pocometo Gañán, quería decir que siendo el plato, que no el puchero, decorado con gracia y gusto y donde en su fondo se adivinaban unas flores desvaídas por el uso, además de algunos coscorrones inflingidos al aluminio por el tiempo y las muchas veces que se le cayó al suelo –demostración fehaciente de su vulnerabilidad que no fragilidad- con amor le puso sobre la alacena, entre dos jícaras de cobre reluciente como el oro, porque se dijo, bien podría durar dos o tres generaciones más, ello calculando por lo bajo.

Era el caso, se repitió, que viviendo en aquellas casa, a la que en parte reconstruyó con sus manos, tal como había visto hacer a su padre, y éste al suyo, ella seguía en pie, con ligeros retoques, era verdad, mientras él, estos mismos años que apenas se notaban sobre la construcción, le pasaban por encima atropellándole la piel y el alma.

Para no pensar en cosas tan desagradables, Aniceto se dijo que, al tiempo de hacerse la sepultura, al fin la cama en donde reposar lo que llamaban eternidad, debería igualmente dar comienzo a la cruz que era, a la postre, aunque no practicante, por los malos ejemplos recibidos por aquellos que tenían la obligación de darles óptimos, copartícipe de la doctrina, cristiano y creyente remoto aunque convencido.

Pensó hacerla primero de madera, por la facilidad de la materia a emplear, después de mármol, como los más pudientes del lugar y por fin y último, de hierro forjado, por más que para ello debería trasladarse al pueblo colindante donde existía una herrería gobernada por un santo, pues santo era cuando para herrar a los caballos, rezaba con marcada devoción y en la misma actitud forjaba a los santos que iban luego a ocupar las hornacinas de la iglesia.

De cualquiera de las formas cinco años pasaron desde que le encargó al herrero la manda, cinco años en los cuales y con notable sentido, dejó de cavar la sepultura, pues pensaba con mejor criterio que hubiera corrido el riesgo de que el mal tiempo y sobre manera las lluvias, hundieran las paredes del nicho y su trabajo al completo.

El herrero, ya se ha especificado, era un santo, un venerable orfebre que hizo méritos en estos años de dura entrega a sus actividades para haberle elevado a los mismos altares, en poco más de un mes tuvo el encargo a medio terminar. Aniceto, cuando vio con sus propios ojos que el trabajo tocaba a su fin, tanto en esta primera ocasión como en las siguientes, siempre encontraba un registro tal para que el forjador tuviera que introducir una variación en su trabajo, dando así al traste con la finalización de la manda.

Acabada al fin la cruz, que hizo más beatífico, si es que fuera posible, la paciencia del herrero, cuando Aniceto rayaba ya los 90 por cumplir, se sentó en la cocina, puso los brazos sobre la mesa y mirando fijo al vasar, donde se exhibían platos y jarras, a la derecha de la nombrada escudilla de filigranas de flores, aquella que le recordaba a su tía abuela Aldearica, vio entonces los anteojos de larga vista, aquellos que durante muchos tiempos le acompañaron y fueron deleite su proximidad, mañana y noche, que eran asimismo de visión nocturna, y que a propósito fueron olvidados.

Evocó entonces con deleite la memoria de ellos, los ratos que a sus ojos los ojos pegados vieron, vislumbraron los pormenores felices que el universo ofrece y también recordó que detrás de ellos, la soledad hasta entonces desconocida se hacia forma y tomaba cuerpo en su cuerpo, todo, recordaba, consecuencia directa de cuanto alumbraron sus ojos por aquellos otros de metal y cristal.

Volvió Sancrita la Muda, volvió Pantoto el Melón. Padre e hija que vivían en la casa de enfrente, volvió a verlos bailar y contra lo que en Coscojal de los Desamparados se dijera, no eran familia, sino marido y mujer. El con edad de la piedra pulimentada, al menos así le delataba su aspecto encorvado y barbudo, ella apenas si resucitada de la pubertad. Los dos empero danzando en la cumbre de su casa, en la terraza que nunca llegó a terminar. Sancrita cantaba entonces de alegre y contento, Pantoto bufaba dando saltos y cabriolas como si danzarín fuera.

Esta y no otra fue la causa de que el corazón se le partiera en medio de una mazurca. No fue el trabajo, donde las malas lenguas le hacían para satisfacer a su supuesta hija traída de Dios sabe donde o comprada Satanás sabe por qué. Sí que durante los años que duró la vista no hubo hora donde no la viera, minuto en la que no la observara y segundo que no pensara en ella pues también a él, a Aniceto Pocometo, le hubiera gustado haberse convertido en consumado bailarín.

Sin pensar lo que hacia, como reacción súbita y no premeditada, este hombre desentrañado de la vida, sin meditar un solo pensamiento en instante, arrojó de si, como si pecado fuera, aquellos anteojos que le hacían recordar aquellos momentos de debilidad, los únicos que recordaba haber tenido en su existencia. Asimismo se daba con el corazón golpes de pecho por su absurda impotencia al no haber tenido los arrestos suficientes para detener a Sancrita, en lo que erróneamente creyó su huída, cuando la vio partir sin despedirse de nadie, en un sueño perverso que le enturbió la vida.

– Maldito cien veces, maligno Pantoto por haber desertado de este mundo sin tener nada que hacer en el otro. Maldita la mujer que huyó con lo puesto, sin quitarse las zapatillas de bailarina – gritó salido de furor en la misma ventana desde la cual divisó los amores de Sancrita la joven y Pantoto el viejo.

En tales pensamientos, idas y venidas, incomprensiblemente traídos a la memoria, cuando hacia tantos años que llevaban olvidados dentro de él, continuó excavando el nicho, la hoya como mal la llamaba hasta verla terminada. Entonces sentenció:

– Ahora solo cabe plantar la cruz, clavarla sobre el cabezal de mi sepultura.

La labor, ardua sin duda, le llevó todo un año. Pero al fin, la dejó enhiesta, mirando al cielo por entre las ramas del granado, pegada a una piedra de umbral que había traído de una pared cercana y a la que había enterrado para solo dejar ver su cara más pulida. La cruz gótica infundió al entorno de cierta patética majestad, pues al cabo, no dejaba de ser una sepultura en un campo de árboles frutales.

Y esta misma tarde, cuando al fin concluyó tan prolija tarea, se dijo que era tiempo llegado de probarla. Bajó por la escalerilla de pasos de tierra hasta el suelo del nicho. Allí, en el cajón de muerto que a propósito había bajado el día anterior, probó que a satisfacción se echaba cuan largo y ancho era, sin que ninguna de las junturas de madera le molestara.

Desde la profundidad, allí muerto, miró por entre las ramas del granado al cielo en su inmensidad. Y fue entonces, al tiempo de apoyar el brazo sobre el ataúd, tratando de levantarse, cuando vio a Sancrita, junto a la cruz de hierro, mirando confundida, pues sin duda en modo alguno esperaba verle, cuanto más en tan insólita como aterradora posición.

Por su parte, Aniceto Pocometo, que a pies juntillas creía haberla visto partir cuando todo se debió a un mal sueño, creyó su hora llegada y que era el espíritu de su amada invisible la que había tenido la gentil deferencia de venir a recibirle.

En realidad y como había venido sucediendo desde tiempo inmemorial, sin que el nonagenario tuviera idea de ello, Sancrita venía al huerto en el tiempo de maduración de los frutos de los árboles, para tomar de ellos los que más eran de su agrado. Así al menos desde que su marido murió y siempre pensando que era libertad concedida por el dueño a su familia, de aquel que de tal suerte reposaba ahora dentro del ataúd del nicho.

Verle así tendido, fue para la mujer un desconcierto tal que temblorosa, al fallarles las piernas, arrastró tras de si la cruz donde se apoyaba, no sin antes clamar por el desafuero y decir:

– ¡Joder!, con el tío que decía de la vida que no merecía la pena. Si llega a pensar de otra forma se queda aquí para simiente de rábanos.

Pocometo, que la vio venir, inmediatamente antes que la piedra de un antiguo umbral, con la cruz a cuestas, estiró los brazos como para defenderse, sin que hiciera otra cosa que recibir a Sancrita sobre su pecho y el pesado como mortal umbral sobre su cabeza.

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